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Crónica | Gasteizko Jazzjaldia

El escenario no engaña

Sensación agridulce en una de las noches álgidas del programa. La estrella emergente Esperanza Spalding ofrece un concierto que roza lo hortera frente a un Gilberto Gil que saca todo su abanico de música brasileña para meterse al público de Gasteiz en el bolsillo.

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Yavhé M. de la CAVADA

La del pasado jueves fue una de las jornadas más esperadas del festival gracias a un cartel mediático y accesible, ideal para el espectador casual que quiere escuchar buena música sin necesidad de zambullirse en el jazz puro y duro. La primera parte del programa, si acaso, era la única que podía estar medianamente relacionada con la música improvisada, porque Esperanza Spalding es una de las nuevas estrellas del jazz, adorada por los medios generalistas y vista con amable condescendencia por buena parte del mundo del jazz.

La cantante y contrabajista venía a presentar su cuarto álbum, «Radio Music Society», probablemente la mejor referencia de su discografía (que tampoco es decir mucho). También la más alejada del jazz, siendo una especie de homenaje al soul, funk y otras ramificaciones de la música negra que pobló su niñez, siempre a través de la radio a la que hace mención el título del álbum. El nuevo planteamiento de la música de Spalding resulta más honesto, dejando el jazz como aderezo de una artista que posiblemente se expresa mejor desde otros géneros. Siempre es mejor un buen concierto de soul que uno malo de jazz, y por eso la actuación de Spalding parecía muy prometedora.

Acompañada de una pequeña big band (tenía tamaño y maneras, pero formato reducido) que ocupaba toda la trasera del escenario, Spalding asumía el liderazgo de forma rotunda, no solo instrumentalmente, sino de forma gestual y espacial. Unos zapatos, tal vez, demasiado grandes para la cantante.

El problema de Spalding y su música es que se dan muchas cosas por sentado al respecto de las mismas. Y claro, después llega el directo y el espejismo se desploma. Más allá de la sugestión popular que puede provocar el ver a una joven de (supuesto) talento desenvolverse en el (tan masculino y veladamente sexista) mundillo jazzístico, el directo siempre quita máscaras, desarma prejuicios y confirma sospechas. Es donde el artista se la juega, donde no puede esconder lo que hay.

No vamos a negar que Spalding tiene cierto magnetismo musical, pero ajustémonos a los hechos. Como contrabajista es competente, no más, ni tampoco menos. Tiene buen sonido, toca con firmeza y se maneja con soltura cantando y tocando simultáneamente, algo bastante complicado con ese instrumento (aunque hay que decir que su forma de tocar se degrada ligeramente cuando canta).

Como cantante resulta angelical unas veces, exasperante otras. Su afinación se aleja peligrosamente del tono en algunos momentos, no sabemos si por capricho estético o por negligencia técnica. Eso sí, es innegable que su voz es personal y reconocible, tal vez la mayor virtud que puede tener un cantante. Sus composiciones, en cambio, son el gran problema. Prácticamente ninguna tiene fuerza, ni un mínimo destello de esa magia que engancha al oyente cuando este se siente ante una gran canción. Independientemente de si Esperanza Spalding quiere ser una contrabajista de jazz, liderar una banda de funk o convertirse en una estrella soul, lo que necesita es un buen puñado de temas, o alguien que se los escriba.

Por todo esto, el repertorio que tocó en Gasteiz sonó abigarrado, vulgar y lo que es peor, aburrido. Teniendo muchas cosas a su favor (buenos músicos, infraestructura, público entregado...), Esperanza y su grupo tocaron música fea. Esa es la palabra: fea. Y es que hay muchas cosas que se pueden adquirir con el estudio, la práctica y la experiencia, pero el buen gusto no es una de ellas.

A Gilberto Gil, en cambio, el buen gusto le sobra. Su concierto era el momento estelar de la noche, no en vano es una leyenda viva de la música brasileña. Sin entrar en el debate de si los conciertos que no son de jazz deberían tener cabida en festivales especializados, lo cierto es que Gil no toca jazz, ni puñetera falta que le hace. Acompañado por una pequeña formación (guitarra, violín, violonchelo y batería/percusión), el cantautor se ganó al público desde el principio, derrochando simpatía, clase y buen rollo.

Canción tras canción, las delicadas melodías de Gil mantenían a los asistentes en un silencio cómplice, a pesar de sufrir un molesto acople que iba y venía durante la primera media hora de concierto (algo intolerable en un festival de esta magnitud; cuando un asistente paga 35 euros por billete, lo mínimo es que haya un técnico capaz de resolver algo así en unos pocos minutos).

Pasando por varias etapas de su carrera, de Tropicalia a Antonio Carlos Jobim, del «Up From The Skies» de Jimi Hendrix al maravilloso bolero de Osvaldo Farrés «Tres Palabras», Gil ofreció un concierto antológico en el que también brilló, como era de esperar, el fascinante chelista Jacques Morelembaun. Jazz, poco. Clase, toda.

 

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