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Los clásicos del terror

El de la música terrorífica es un fenómeno relativamente reciente, vinculado, sobre todo, a la evolución de la industria cinematográfica. Ésta fue tomando prestados toda una serie de recursos expresivos de la música atonal y vanguardista posterior a la Segunda Guerra Mundial, clichés que son ya indisociables del género del terror.

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Mikel CHAMIZO

Desde las tumultuosas bandas sonoras de las películas de monstruos de Serie B americanas, los desgarradores violines de «Psicosis» de Hitchcock, las disonancias electrónicas del giallo de Argento o Cronenberg, las atmósferas tensas con explosiones orquestales súbitas de películas de sustos como «Scream», o las desquiciantes melodías infantiles de «La semilla del diablo» o «Pesadilla en Elm Street»... ningún otro género como el del terror ha sabido valerse de las cualidades psicoacústicas y psicológicas de la música para manipular la mente del espectador a su antojo. Ahora bien, aunque el uso sistematizado de la música como recurso para generar terror sea algo relativamente nuevo, existen en la historia de la música clásica algunos referentes importantes que tienen al terror, o al horror, como objeto principal.

Hasta bien entrado el siglo XIX es prácticamente imposible encontrar músicas que traten el terror de una manera similar a como lo entendemos hoy en día. Existen conatos de terror en la ópera barroca, a partir del paseo por los infiernos del «Orfeo» de Monteverdi (1607), pero son tan estilizados e inofensivos que causan más ternura que horror. Se encuentran también algunas referencias diabólicas en la música instrumental, como la sonata «El trino del diablo» de Tartini, la «Danza de las brujas» de Paganini o «La primera noche de Walpurgis» de Mendelssohn, pero su tratamiento no deja de parecernos más bien pintoresco. Quizá la primera escena verdaderamente terrorífica de la música occidental tenga lugar en la ópera «Don Giovanni» (1787) de Mozart, con la aparición del espectro del Comendador al final del segundo acto, para llevarse al libertino protagonista a los infiernos. La música, con tres trombones que acompañan al fantasma, consigue comunicar el horror de la escena con una intensidad que aún hoy nos sigue impactando. Mozart volvería a emplear los trombones en su inconcluso «Réquiem».

La siguiente gran escena de terror la encontramos en la que es considerada primera ópera romántica alemana, «El cazador furtivo», de Weber (1821). Campanas, susurros, un coro que canta con voces de ultratumba y una orquesta agitada y oscura son los ingredientes con los que el compositor dio forma a la invocación de Samiel, el Cazador Negro, en la Cañada del Lobo, al final del segundo acto. Una escena que bien podría pertenecer a una novela gótica, tan de moda por aquellos años. El ejemplo sinfónico terrorífico más conocido del repertorio llegaría pocos años más tarde, en 1830, con el estreno de la «Sinfonía Fantástica» de Héctor Berlioz. En su último movimiento el compositor, alucinado por el opio, sueña con un akelarre, una orgía infernal, dirigida por la melodía del «Dies Irae». Berlioz empleó una nueva técnica en los violines, el col legno, que consiste en golpear las cuerdas con la madera del arco, para simular el sonido de los huesos de los esqueletos. Unos años más tarde (1838-49), Liszt volvería a usar la secuencia del «Dies Irae» para su «Totentanz» (Danza de la Muerte), para piano y orquesta, terrorífica tanto por su sonoridad como por su extraordinaria dificultad.

Malditos, están malditos

El «Fausto» de Goethe sería otra de las creaciones literarias que alimentaría la truculenta imaginación de los compositores románticos. En su temática diabólica se inspiraron autores como Schumann, Liszt, Berlioz o Sarasate, pero el «Fausto» musical más famoso es el que finalizó en 1859 Gounod, un ferviente seguidor del catolicismo y la vida religiosa. La obra de Goethe le impactó como solo podía hacerlo con un creyente de aquella época, y es de esa impresión tan fuerte y esa fe en lo sobrenatural de donde la ópera extrae su aire de espantoso misterio y su credibilidad dramática.

De forma similar, pocos años más tarde vería la luz uno de los poemas sinfónicos de tema diabólico más aterradores, «El cazador maldito» (1882), por un católico casi asceta como era César Franck. Narra la historia de un joven que sale a cazar en domingo, un pecado por el que es maldecido, transformado en espectro y condenado a vagar por los bosques en busca de víctimas. Franck conocía ya la célebre composición de Camile Saint-Säens, la «Danza macabra» (1874), que retrata a la muerte tocando el violín sobre una tumba. Pero pasarían aún algunos años hasta que en Europa occidental se pudiera escuchar el gran clásico ruso del terror: la «Noche en el Monte Pelado», que Mussorgsky finalizó en 1867. Un Sabbath en toda regla, con la presencia del mismísimo Satán presidiendo la celebración, que se ha convertido con el tiempo en una de las piezas de lucimiento orquestal favoritas del repertorio.

Las obras terroríficas continuarían llegando a finales del XIX y principios el XX: Dvorák y Liadov escribieron poemas sinfónicos con brujas como protagonistas, Strauss preparó una gran matanza en su «Elektra» -con una música salvaje que por momentos, en la entrada de Clitamnestra, se aproxima ya a la atonalidad- y Schoenberg escogió para su revolucionario «Pierrot Lunaire» los sanguinarios versos de Albert Giraud. Pero el más «siniestro» de los compositores fue, seguramente, Prokofiev: compuso varias piezas para piano de temática diabólica, además de una gran ópera, «El ángel de fuego» (1927), cuya protagonista sufre de visiones demoníacas, se rodea de nigromantes y hasta realiza una sesión de espiritismo.

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