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Iñaki Egaña | Historiador

Francia, patria de Cyrano

La zuberotarra Aurore Martin ha sido extraditada a España después de ser arrestada en Maule, cerca del domicilio familiar. Hace exactamente 50 años de la detención de Aurore, con una exactitud que mueve a la sospecha, cuatro exiliados vascos, a los que la Convención de Ginebra llamaba «refugiados», fueron expulsados de territorio francés: Iker Gallastegi, Patxi Iturrioz, Javier Leunda y Manu Agirre. Los primeros, de época reciente.

Aquel fue un acuerdo entre De Gaulle y Franco que contemplaba la contención de los mercenarios de la OAS, opuestos a la independencia de Argelia, acogidos por España. La diferencia de protagonistas era escandalosa. Uno había combatido al fascismo y el otro formaba parte, en primera persona, de su historia. Para incordiar a los vascos, sin embargo, los intereses eran comunes.

De Gaulle había prometido que jamás olvidaría a los vascos y su «sangre derramada en la defensa de Francia», tras los combates de Pont de Grave, en los estertores de la Guerra Mundial. Pero De Gaulle, como todos los presidentes franceses que le han sucedido, hubiera sido una buena réplica de Pinocho, el muñeco de madera con una nariz descomunal que aumentaba a cada mentira. No debe de ser casualidad que el propio De Gaulle y los siguientes, Pompidou, Giscard, Mitterrand... tuvieran en medio de su semblante unas protuberancias exageradas. Como el clásico Cyrano de Bergerac.

Me resisto a creer que la vida es un remake, que los ciclos se repiten como las ondas en el agua, que estamos condenados a repetir lo que está previsto en el guión desde el Big Bang. Pero los argumentos no me ayudan en este deseo. Incluso el PNV, ese mismo grupo centenario nacido de filamentos carlistas, dijo en 1962 a cuenta de los cuatro expulsados: «la medida nos ha producido sorpresa e inquietud». Abran la hemeroteca de estos días y lean sus declaraciones sobre el arresto de Aurore. Las mismas, exactas, que hace 50 años. ¿Qué hemos cambiado?

Las expulsiones, deportaciones, confinamientos, detenciones, entregas... son una parte intrínseca de Francia. De su conformación política y administrativa. Los vascos hemos sido la parte más seria de su apuesta represiva en las últimas décadas. Pero no los únicos. Centenares, miles de sus ciudadanos fueron entregados como presentes bíblicos, como víctimas para el sacrifico, a gobiernos extranjeros que los encerraron en mazmorras de por vida o los convirtieron en pastillas de jabón.

Cada vez que cruzo la muga hacia el norte, me vienen a la memoria algunos de aquellos, entre ellos el nombre del alcalde de Hendaia, Léon Lannepouquet, que acogió a Unamuno en su exilio y hoy ya nadie recuerda. Murió gaseado en Dachau, denunciado por franceses que la historia oculta bajo la alfombra. Cada viaje a la isla de Ré, por razones obvias, percibo aún el fragor de los miles de hombres y mujeres enjaulados que partían en travesías infinitas hacia Guyana o al otro lado del mundo, en Nueva Caledonia. Presos políticos, deportados como animales.

La infamia de los últimos 50 años está llena de pasajes accesibles. Pero no solo eso. Los archivos de las embajadas hispanas en Hendaia, Baiona, Toulouse, Burdeos... hoy depositados en el de la Administración (Alcalá de Henares, España), guardan multitud de complicidades entre policías, agentes y espías. A pesar de las épocas. Se me heló la sangre cuando abrí los primeros expedientes porque no lograba distinguir el castellano del francés.

Durante años, el mito de Francia como país de acogida se ha revelado como uno de los relatos por excelencia, dentro de nuestro imaginario colectivo. Ampliado por esos ministros del Interior de los narigudos citados que siempre tenían una misma cantinela preparada para los micrófonos televisivos: «ETA y los vascos son un problema de España. No nuestro». Una más para la longitud de la protuberancia nasal. Una gran patraña. Francia siempre ha puesto el pie en el acelerador. Con otras formas, quizás, pero con un interés compartido.

Nunca, en estos últimos 50 años al menos, desde la expulsión de Iker Gallastegi a la entrega de Aurore Martín, la cuestión vasca ha sido un tema secundario en la agenda francesa. Ni como nos han querido vender, un asunto subsidiario en el que la iniciativa corría a cargo de Madrid. El último libro de José Félix Azurmendi nos da unas cuantas pistas.

París ha tenido un papel protagonista en todas y cada una de las fases de estas últimas cinco décadas. Dejó hacer a la Policía franquista y les facilitó las redes necesarias. Aportó decenas de exmercenarios de la OAS que controlaba perfectamente para que, a la muerte de Franco, repitieran en los territorios vascos al norte de la muga lo que hacían en España con impunidad.

Cuando Marcelino Oreja, ministro del Exterior español, llevó la petición de entrega de 127 exiliados vascos, las fotos y fichas circularon por igual entre casernas y bajos fondos marselleses. El policía francés Pierre Hassen, detenido y citado como el nexo de los GAL, no fue sino la punta de un iceberg que se perdía en la DST, los mismos servicios que en tiempos del socialista Mitterrand volaron el barco de Greenpeace, con un fotógrafo en su interior que resultó muerto, porque se oponía a los experimentos nucleares.

Esa DST que ha estado detrás de decenas de acciones contra exiliados, facilitando a los hampones sus objetivos, cuando no a sus agentes, en operaciones en medio mundo, sobre todo en África. Reconstruida desde 2008 en el DCRI, implicado, por razones de definición, en la ocultación de la muerte de Jon Anza.

La involución mundial a partir de los atentados islamistas en EEUU de 2001 ha sido la excusa para que Madrid y París afinaran sus diapasones en esa misma nota que compartían hasta entonces en pentagramas diferentes. La EAW (European Arrest Warrant), euroorden en lenguaje callejero, ha sido la piedra filosofal, la norma que rompió con toda la tradición garantista europea. Un retroceso hasta la primera mitad del siglo XX.

Bajo el paraguas de la «lucha contra el terrorismo», París y Madrid blindaron la persecución a su disidencia. Y la revistieron jurídicamente, como ahora están preparando ese caldo de cultivo para la gendarmería unificada europea que se avecina. Incriminaciones de orden político para justificar ese modelo orwelliano que propugnan los dueños del mercado económico y nacional.

Los gobiernos español y francés desde ese 2001 han tenido, es cierto, color distinto. Pero los aparatos del Estado han sido los mismos, tanto a un lado como al otro de la muga. Brice Hortefeux, mamporrero de Sarkozy, se entendió a las mil maravillas con Pérez Rubalcaba, homónimo de Zapatero. Tal y como Manuel Valls lo ha hecho con Fernández Díaz.

Los poderes eternos del Estado son los que, en esta pugna interna que precede a la tempestad del cambio, quieren hacer valer su estatus. Tanto en Madrid como en París. Por eso, la afirmación jeltzale de la «sorpresa», trasladada también a otros sectores de la sociedad vasca, debería ser matizada.

Mi sorpresa compartida es la relacionada con la autoridad emanada del PSF, cuando su hombre fuerte de Defensa e Interior recientemente, Pierre Joxe, estuvo en la Conferencia de Paz de Aiete y estampó su firma en aquella iniciativa que «sugería consultar a la ciudadanía». Una autoridad contestada por el equipo de Hollande, plegado a las tesis sempiternas y, a estas alturas involucionistas, acogotadas por los aires que corren en Escocia, Quebec, Catalunya o la propia Euskal Herria.

Es evidente que, en este asalto, prolongado por cierto con numerosas actividades represivas, no solo con la detención de Aurore, París mantiene su apuesta histórica. El pago hispano de la deuda a sus bancos, más la inercia nacional, comprimen los códigos democráticos hasta provocar esas sorpresas anunciadas.

No me ha sorprendido, sin embargo, la entrega. A pesar de que la zuberotarra Aurore tenga nacionalidad francesa. Centenares, miles de vascos, ha sido arrancados de su origen y traspasados a cárceles de España y de Francia. Deportados algunos por medio mundo. París y Madrid, aunque lo han negado repetidamente, actúan como si Aurore y tantos otros tuvieran una única nacionalidad, la vasca. Y, en consecuencia, su tratamiento es indiferente, tanto a un lado como a otro de la muga.

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