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Sam Fuller, el cineasta indomable que se curtió en las trincheras del celuloide

Este año se cumple el centenario del nacimiento de Sam Fuller, un cineasta que perteneció a aquella raza de cineastas indomables que legaron para la posteridad un modelo de cine fiero e independiente que cautivó a los europeos y a aquella joven hornada de cineastas abanderada en los 70 por Coppola, Scorsese, Lucas y Spielberg, que no dudaron en reivindicarlos. Hoy en día nos queda el recuerdo de aquellas trincheras filmadas en películas como «Uno Rojo: división de choque».

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Koldo LANDALUZE | DONOSTIA

Captado siempre con su sempiterno puro, Sam Fuller perteneció a una raza de cineastas indomables. Su experiencia laboral como periodista de sucesos y escritor de novelas baratas le sirvió para escribir algunos guiones e infiltrarse en el mundo del celuloide, y su paso por la Segunda Guerra Mundial le legó un código de conducta laboral, ético y personal que plasmó en buena parte de su filmografía. «Yo siempre he querido insistir en mis películas -señaló Fuller- en que la guerra no sólo es una cosa de locos, sino que es una forma de locura organizada. Eso significa que un grupo de personas reunido en torno a una mesa se dedica a planificar y organizar una locura colectiva. La locura organizada es algo que dominaban a la perfección Hitler, Stalin y Yamamoto. Nosotros, los Estados Unidos, somos responsables de tres casos de locura organizada: primero la invasión de México en 1848; segundo, Corea; y tercero, Vietnam». Quizás nadie como un cinéfago de la talla de Martin Scorsese sea capaz de captar el discurso cinematográfico y la personalidad de Fuller. «Las películas de Sam -revela Scorsese- tenían una fuerza que hacía saltar por los aires todos los clichés de cualquier tema con el que estuviera tratando. No hay emociones de saldo en sus películas. Siempre estaba intentando penetrar en lo impenetrable, bien si era un asunto tan amplio como la inhumanidad de la guerra o la injusticia del racismo, o, en un nivel más íntimo, la sed de poder o el contagio de la paranoia. En las películas de Sam, no hay distinción entre lo personal y lo político, ambos forman parte de un continuum de experiencia humana. Pienso que fue uno de los artistas más valientes y profundamente morales que el cine ha conocido. Es por eso que sus películas bélicas -«Casco de acero» («The Steel Helmet», 1951), «A bayoneta calada»(«Fixed Bayonets!», 1951), «La puerta China» («China Gate», 1957),»Invasión en Birmania»(«Merrils's Marauders», 1962) y «Uno Rojo: división de choque» («The Big Red One», 1980)- son las más auténticas, las menos sentimentales y las más duras que he visto». En relación a este último título -«Uno Rojo: división de choque»-, Quim Casas recordó lo siguiente en la excelente revista que Nosferatu publicó durante el completo ciclo que dedicó al cineasta en el año 1993: ««Uno Rojo, división de choque» es un film hecho de objetos, ruidos, sudores, espasmos y sentimientos epidérmicos. En el recuerdo, atropellados en melódica narración entre las costas africanas, la playa de Omaha, las tierras quemadas de Sicilia y diversos escenarios alemanes, belgas y checos, queda la imagen del caballo encabritado que ataca al sargento en el prólogo en blanco y negro, el Cristo crucificado con las cuencas de los ojos vacías, los carros blindados alemanes que aplastan los hoyos donde se esconden los americanos, los preservativos utilizados indistintamente para proteger el cañón de los fusiles del agua salada o para proteger los dedos de las manos de la suciedad cuando Lee Marvin y su troupe ayudan a parir a una mujer dentro de un tanque, la expresión de Mark Hamill mientras dispara obsesivamente contra el nazi escondido en un horno crematorio y el tiroteo en un manicomio con un grupo de retrasados mentales como testigos mudos de la barbarie bélica».

Contra la moral imperante

Su carrera siempre estuvo salpicada de altibajos, según el apoyo que recibiera o no de los estudios, teniendo que manejarse siempre con presupuestos modestos y exprimiendo al máximo cada centavo que le otorgaban. En la serie B tuvo que forjarse un camino y lo consiguió, ya fuera con un atípico western como «Balas Vengadoras» (1949), filmes bélicos ambientados en Corea -«Casco de acero», «A bayoneta calada» (ambas de 1951)- o en su homenaje a los inicios del periodismo, en «Park Row»(1952).

Recuerdos de trincheras

Nunca le incomodó tratar temas como el de las relaciones interraciales, la locura, la prostitución, la pedofilia, o el racismo... muchas veces escupiendo a los espectadores y productores realidades de una forma de vida que miraba hacia otro lado. Fue esta rebeldía la que lo alejó del conservadurismo que las productoras buscaban. El propio Fuller señaló lo siguiente en relación a uno de los grandes temas tabúes: la homosexualidad. «La primera vez que sugerí algo semejante fue en `La casa de bambú'. En la escena en que Robert Ryan intenta comprender por qué ha salvado la vida de Robert Stack y dice a sus hombres: `¿Alguno de vosotros puede decirme por qué lo he hecho?'».

Con «Manos Peligrosas» (1953) y con el apoyo de un gran estudio (la 20th Century Fox), se adentró por primera vez en el cine negro. Su trabajo de cronista de sucesos le hizo perfecto conocedor del mundillo del hampa y sus escenarios. Él como nadie conocía la naturaleza del hombre y la violencia con la que se aferraba a la supervivencia. También tenía sus ideas de cómo reflejar esa violencia en la pantalla, dura y rápidamente, sin concesiones ni cámaras lentas, mediante una acción súbita y sin preámbulos, como en la vida real.

Además de «Manos peligrosas», rodó las siguientes películas de cine negro: «La casa de bambú»(1955), «El kimono rojo» (1959),»Bajos fondos»(1961), «Una luz en el hampa»(1964) y, porqué no decirlo, «Corredor sin retorno»(1963), que contiene muchas de las características que convierten al cine negro en lo que es (voz en off, mujer fatal, protagonista en busca de la verdad, final fatalista, ambientes opresivos, fotografía con claroscuros...). Fuller se desenvolvió con frescura en este género, llevándolo a su campo e innovando todo lo que pudo. Buen ejemplo de ello fue «Manos peligrosas», en la que su tripleta protagonista la forman un carterista de poca monta, encarnado por Richard Widmark, una mujer sin rumbo que hace lo que le piden por un poco de dinero (Jean Peters), y una confidente-chivata (Thelma Ritter), a la que mueve el único deseo de tener un lugar digno donde ser enterrada al morir. Los tres son personajes individualistas, cada uno actúa en su propio beneficio, pero siempre movidos por sentimientos como el amor, la culpa o la venganza. Ni siquiera el agente que trabaja para los comunistas parece hacerlo por un interés ideológico, simplemente es un ratero más que se busca la vida donde puede y que visto en una difícil situación actúa para sobrevivir.

Cara a cara con J. Edgar Hoover

Pese a que Fuller estaba fuera de sospecha en la caza de brujas emprendida por el macarthismo y que «Manos peligrosas» trataba a los comunistas como villanos, el todopoderoso director del FBI -J. Edgar Hoover- no quedó del todo satisfecho con este filme: «Zanuck, Hoover y yo tuvimos varias reuniones -recordó Fuller-. A Hoover no le gustaban dos cosas de la película. No le gustaba que se viera al FBI pagando a un informador y no le gustaba la escena en la que la carterista le dice al policía que no le hable de patriotismo. Pero no cambié nada. Por cierto, en aquella época todos sabíamos que Hoover era homosexual, aunque ahora se haya hecho público. La Mafia tenía fotos comprometedoras de Hoover y él estaba atado, no podía atacarles y como no podía meterse con la Mafia, se dedicaba a perseguir a los comunistas».

Fue encumbrado por los cineastas europeos junto a Nicholas Ray, Robert Aldrich y otros cineastas que pertenecieron a aquella generación perdida y rebelde, sobre todo autores franceses que empezaban a dejarse oír con la irrupción de la nouvelle vague y a los que atraía la idea del «autor absoluto». Al final de su carrera y ya en pleno declive, tuvo que emigrar a Europa para rodar sus dos últimas películas, así como participar como actor en los rodajes de sus autoproclamados discípulos. El alemán Wim Wenders lo incluyó en tres películas, entre las cuales destaca «El amigo americano», en la que coincidió con aquel rebelde sin causa llamado Nicholas Ray. También los hermanos finlandeses Kaurismäki, Mika y Aki, contaron con su presencia. Por otro lado la joven generación de cineastas norteamericanos de los 70 encabezados por los Scorsese, Coppola, Lucas, Spielberg y demás, no dudaban en recuperar para el gran público a directores maltratados u olvidados como Fuller.

La crítica de su tiempo lo llamó bárbaro porque sus películas eran batallas campales, sin presupuesto ni tiempo para desarrollarlas y finalizarlas como hubiese querido, pero su experiencia de periodista callejero, con el olfato atento a la verdad incómoda y al escándalo, rara vez le hicieron errar el tiro. Su voz iba dirigida a aquellos que quisieran escuchar, aunque ello les supusiera revolverse intranquilos en sus asientos.

GUERRA

Fuller solía señalar que la guerra no es una cosa de locos, «sino que es una forma de locura organizada». Para Scorsese, «siempre intentaba penetrar en lo impenetrable, también en la inhumanidad de la guerra».

Fuller, a distancia corta y entre bocanadas de humo

En abril de 1993, el colectivo Nosferatu de Donostia dedicó a Sam Fuller una amplia retrospectiva que tuvo como brillante prólogo la proyección de «Falkenau, visión de lo imposible» (1988) -un mediometraje dirigido por Emil Weiss que incluye la película documental que el propio Fuller rodó con su cámara de 16 mm. al entrar en el campo de exterminio checoslovaco de Falkenau- y «Uno Rojo: división de choque», que incluye en su metraje varios de los pasajes que Fuller vivió en Falkenau. El propio Fuller asistió a Donostia para presentar este ciclo y tuve la oportunidad de hablar con el durante diez breves e intensos minutos en los que quedó grabada una voz ronca que hablaba con pasión del cine con frases cortas, bien calibradas y acompañadas de una risa acompañada por constantes bocanadas de un puro que no parecía acabar nunca. «Odio la violencia -señaló en aquel momento-. No me gusta la violencia gratuita que se aplica en el cine. Cuando me preguntan sobre ello, yo siempre respondo que me gusta la acción en todos y sus más diversos sentidos porque la acción no se resume en una escena de balas y peleas. Por ejemplo, me gusta mucho un momento de la película de David Lean `Breve encuentro', cuando ella lucha consigo misma. No sabe si marcharse con el hombre que había conocido en la estación o quedarse con el marido al que no ama. Esa escena, los rasgos de ella, emanan una acción impresionante». Fuller describió esta escena con voz profunda, gesticulando con las manos mientras el humo del puro describía columnas. Mientras se abotonaba su arrugada gabardina de corte detectivesco le pregunté por otro Sam tan fiero como él. «Yo amo a Peckinpah -dijo-. Amo su fuerza, su rabia, pero sobre sus impactantes escenas de acción violenta y cruda, amo su poesía desesperada». K.L.

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