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CRíTICA: «El festín de Babette»

La tentación de la carne frente a la dieta puritana

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Mikel INSAUSTI

Cuando vi hace veinticinco años «El festín de Babette» la impresión fue mayúscula, porque era como ver la materialización del demonio de la carne, hecho banquete dionisiaco, dentro de una película ascética de Dreyer. Y, lo curioso de todo, es que el ya entonces veterano cineasta danés Gabriel Axel no jugó a los contrastes fuertes entre lo mundanal y lo espiritual, sino que encontró una extraña y difícil armonía. Nada que ver con el movimiento Dogma que estaba por llegar a su país, porque se trataba de hermanar la tradición metafísica dreyeriana con la sensualidad chabroliana, representada por su, ahora viuda, Stéphane Audran.

No es exagerado hablar de una creación milagrosa, teniendo en cuenta que «El festín de Babette» es la única película conocida mayoritaria e internacionalmente de su autor. Para llegar a ganar el Oscar de Mejor Película de Habla No Inglesa contra todo pronóstico, tuvo que darse antes la circunstancia sine qua non del descubrimiento en Hollywood de la figura novelística de Isak Dinesen, gracias a la película «Memorias de África», estrenada justo dos años antes. Fue el plazo suficiente para que otra adaptación de la verdadera Karen Blixen no pasara desapercibida, aunque el contexto cultural e histórico en que se enmarcaba fuera distinto.

Pero sí que en el fondo sigue habiendo algo exótico, porque por tal debe entenderse la llegada de una cocinera francesa a una cerrada comunidad puritana de las costas de Jutlandia. La causa era el destierro provocado por la persecución de la Comuna de París, con la consiguiente traumática adaptación a los rigores de la vida luterana. En medio de esa existencia piadosa la celebración puntual de la opípara cena del título se convierte en un canto a la vida, en una liberación para los sentidos dormidos.

Contemplada hoy, la obra maestra de Axel recobra pleno sentido, porque la crisis nos está enseñando a apreciar el disfrute excepcional de las cosas que valen la pena, y que la vorágine consumista había devaluado de forma desmotivadora.

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