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Dani Maeztu Coordinador de Aralar

Seis en la diáspora

Allí y en otros lugares del mundo, pese a la distancia, habrá personas que trabajen por nuestra nación y que se emocionen con las alegrías procedentes de Euskal Herria

Embarcar en un avión rumbo al hemisferio sur la jornada posterior a las elecciones en Euskadi es una pequeña bella locura. Cuando mis compañeros y compañeras analizaban los resultados electorales para sacar conclusiones y hacer autocrítica, dos afiliados de Aralar nos dirigíamos a Argentina, a celebrar junto a parte de la diáspora vasca la Semana Nacional. Pospusimos el análisis electoral para conocer la realidad y aportar nuestra experiencia durante una de las celebraciones más relevantes para la diáspora de nuestro pueblo, que tuvo lugar en Rosario, los últimos días de octubre.

Tenía pendiente escribir alguna reflexión sobre nuestro viaje a Argentina, y he de reconocer que hacerme a la idea de lo que significa la diáspora ha sido algo más que un reto. Hablo desde mi sentimiento de profano en la materia, siendo como soy un durangués de procedencia navarra, cuyos abuelos marcharon de Olejua para ubicarse en Bizkaia, pero que no he tenido familiares vascos en otros continentes.

En primer lugar, me queda claro que los vascos y las vascas tenemos un sentimiento de nación claro y firme, que tenemos una nacionalidad, la vasca, y que deseamos que nuestra nación, Euskal Herria, se constituya como estado. Independientemente de cuándo lo consigamos, siempre deberemos guardar un hueco importante a la diáspora vasca, que como en el caso argentino, se ubica y trabaja a más de 12.000 km de distancia. Allí y en otros lugares del mundo, pese a la distancia, habrá personas que se sientan vascas, habrá personas que trabajen por nuestra nación y que se emocionen con las alegrías procedentes de Euskal Herria. Aunque, como he podido constatar, tengan otro acento en euskera y en castellano, a los barrios les llamen cuadras y se ruboricen cuando los peninsulares utilizamos el verbo «coger».

En Argentina hemos podido conocer una comunidad de vascos apellidados Aguirre, Arrondo, Ezkerro, Esquisabel o Echegaray, que algún día cambiaron de país pero no de sentimiento nacional, y se integraron perfectamente en la sociedad argentina. Es más, han conseguido ser parte activa de la misma sociedad argentina, y han contribuido a fortalecer Euskal Herria desde el hemisferio sur, ya sea impulsando la gastronomía vasca, enseñando nuestra lengua, manteniendo la cultura tradicional u organizando comidas solidarias con los niños de los colegios de San Nicolás de los Arroyos. A todos ellos les une un denominador común: son abertzales; abertzales sin apellidos.

Sobre esta última cuestión, a quienes vivimos en Hego Euskal Herria nos gusta ir dando lecciones de abertzalismo y de modelo de sociedad en el que vivimos. Pero me temo que tenemos mucho más que aprender, que enseñar. En Argentina, por ejemplo, no he intentado entender cómo en un país que es capaz de reestatalizar una petrolera en defensa de los recursos propios, se fomente la explotación de soja transgénica en masa, dedicando para ello grandes extensiones de tierra al monocultivo.

A quien me preguntaba sobre mi punto de vista de la situación de Hego Euskal Herria, le contestaba que la reivindicación de la soberanía política debe ir inexorablemente unida a la soberanía económica y social, para crear un modelo de desarrollo diferente al que nos arrastra la troika económica en Europa. Una Europa donde se rescatan bancos y se deja hundir en la miseria a las personas. Pero cuando nadie preguntaba, no caía en el error de dar sermones vanos. Conversábamos de la posibilidad de que la nación vasca pueda algún día tener un estado; de la dificultad de conseguir del estado español y francés un derecho básico como el derecho a decidir; de las dificultades añadidas de tres realidades administrativas diferentes y tres realidades sociológicas dispares; y sobre todo, de que la construcción del estado vasco no se hará solo desde las instituciones vascas, y que los agentes sociales son indispensables, estén en Bilbo o en Rosario.

Y todo ello, casi siempre, alrededor de una mesa con vino de Mendoza, apurando una Quilmes de litro en una terraza abarrotada de mosquitos, o en el peor de los casos, con un vaso de Ferme-Cola en la mano (¡qué ardor de tripas!). Han sido seis días inolvidables. La intensidad de lo vivido con la gente de la Euskal Etxea de San Nicolás, o con los abertzales de 100 años del Zazpiak bat de Rosario, quedarán en mi haber personal, solo comparable con los viajes a los campos de refugiados de Tindouf.

Siendo realidades que nada tienen que ver entre ellas, me han obligado a reflexionar profundamente sobre lo que somos y en lo que debemos invertir nuestro pequeño granito de arena en los años que estemos activos políticamente.

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