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Iñaki Egaña | Historiador

La cabaña del Tío Tom

Hace ya más de siglo y medio, la escritora Harriet Bichet Stow trazó uno de los libros más vendidos de la historia, el que da título a este artículo. El éxito inicial de la novela se fue apagando, con el paso del tiempo, y aquel Tío Tom, esclavo negro, sumiso y cristiano, pasó de ser tratado como un héroe a convertirse en un villano.

En 1950, cuando comenzó en Estados Unidos la defensa de los derechos civiles, que en otras partes del mundo aún se reivindican con entusiasmo entre ellas la nuestra, llamar «Tío Tom» a un negro era equivalente a tacharlo de colaboracionista. Un insulto. El protagonista literario había confiado y apoyado a su amo blanco que, cuando tuvo oportunidad, castigó a Tom despiadadamente sin que el esclavo protestara lo más mínimo. La resignación del destino.

Entre nosotros, que no somos negros al menos en mayoría, el servilismo ante el ocupante, el tratante o el amo, lo asociamos desde tiempos en los que Eli Gallastegi nos lo recordó, a las tropas mercenarias al servicio de la corona, los cipayos. Tropas autóctonas en gracia con la metrópoli, primero de Gran Bretaña y también de Francia y de Portugal. Los mismos que en tiempos de Zumalakarregi combatieron en el lado isabelino por dinero, los peseteros, frente a los que lo hicieron en defensa de los fueros por convicción.

Unos años antes de las reflexiones de Gallastegi, que abandonó el PNV por decencia, otro de nuestros históricos, Facundo Perezagua, había señalado que los colaboracionistas estaban en casa: «los mayores enemigos del obrero, más aún que los patronos, son los esquiroles». Perezagua no era religioso, como los jeltzales. Abandonó el PSOE, también por decencia.

En épocas más recientes, la sabiduría popular delimitó a los delatores, animados desde que el cristianismo se hizo con el control del mundo, llamándolos «chivatos». Mi ordenado archivo me sirve para encontrar rápidamente un panfleto de época, no antidiluviana sino contemporánea a la de la marcha de los derechos civiles: «chivato, su conocimiento de los movimientos obreros y populares vascos les convierte en los ojos y oídos del aparato represivo».

Ya que he citado a la religión no puedo menos que traer a la mesa de este juego de letras irreverentes la presencia de Haceldama, aquel campo que compró Judas con las 30 monedas de plata que recibió como pago a su traición. Es probable que, como tantas cosas, los griegos llegaran al mundo antes que los hebreos porque Akeldama es el nombre dado al «campo de sangre». El precio de la delación. De la iniquidad. Lo traigo para los que aún conservan ese punto de religiosidad que no comparto se sientan citados.

No me preocupa, sin embargo, la paternidad, hebrea, aramea o griega. No se trata, a pesar de las citas, de un artículo en el que pretenda manifestar una erudición que no tengo. Quiero volver a la senda de aquel Tío Tom que ciegamente siguió a su amo, con resignación. A ese Tío Tom que desde hace más de medio siglo es sinónimo de acatamiento. Señal de una tremenda humillación.

La servidumbre, los lances, las actitudes, son especialmente intensas cuando se agudizan las crisis. Los siervos aspiran a alcanzar el estatus del «controlador de las conciencias» como los llamaría el filósofo Joxe Azurmendi. En una conversación más desenfada apuntaríamos al «Efecto Berlusconi», ese fenómeno político que nadie consigue explicar pero que tiene una sencilla interpretación, la envidia. Todos quieren ser berlusconis, poderosos, acaudalados, hasta me atrevería a decir que soñadores de romances con lolitas.

La diferencia entre los Tío Tom y los esquiroles me resulta obvia, aunque probablemente más de una lectora, lo digo por la agudeza, encontraría puntos de encuentro, en determinadas épocas y lugares. El esquirol, rompehuelgas en francés, inglés y euskara, carnero en Argentina, es el que a través del argumento de la inutilidad de la lucha, intenta obtener mejor asiento en la empresa, llegar a ser favorito del patrón o de sus mariachis.

Buena parte del sindicalismo del siglo XXI en el Primer Mundo está forjado en estos límites expositores. Esquiroles que rompen no ya la huelga, sino el mismo concepto de clase, de unidad obrera, de defensa frente a la patronal de sus intereses. Esquiroles porque consideran la actividad sindical como un fin en sí mismo.

El clientelismo es el opio del sindicalismo que ha encontrado argumentos para explicar toda suerte de componendas, de apoyo a su supervivencia, pero no razones convincentes. Hace unos días hemos sabido de los más de millón y medio de euros repartidos por Lakua entre patronos, UGT y CCOO, como premio a poner apellido a una fantasmagórica Mesa del Diálogo Social.

Durante décadas, el sindicalismo vertical, amarillismo en nuestro lenguaje coloquial, marcó las tendencias y el desarrollo político. La Huelga de Bandas de Etxabarri fue la referencia de nuestra generación, amén de otras como en Michelin, las de Gasteiz que concluyeron con la matanza del 3 de marzo o las más recientes de Euskalduna. En todas ellas, los esquiroles hicieron acto de presencia. En todos sus ámbitos. Traigo a colación, en referencia a la de Bandas, por eso de la continuidad, la aportación de «El Correo»: «los 564 están bien despedidos y además no hay que pagar indemnización alguna».

Los Tíos Tom, en cambio, y a medida que avanzo con el artículo voy percibiendo esas líneas de encuentro que hace unos párrafos me costaban delimitar, se grajean el favor de las elites dominantes de otra manera. Como con Berlusconi, algún día podrán alcanzar los placeres más dulces de la vida. Y para ello lamerán, si es necesario, la mano de Misther Shelby.

En estos días, me ha revolcado la conciencia el servilismo de algunos grupos sindicales en las elecciones en las Asambleas Generales de las cajas vascas (la navarra desapareció abriendo brecha). Apoyando la política de exclusión del tándem PP-PNV en Kutxabank, avalando la estrategia de tierra quemada con el ahorro vasco. Avalando los desahucios.

Me revuelve la conciencia el hecho de que, a pesar de esos 150 años de distancia, la resignación, el servilismo del Tío Tom siga tan vigente. Una línea, la de estos grupos, que expresa la deriva a la que han llegado al convertir su actividad en mero clientelismo. Uno de los dos grupos, además, venía de convocar una huelga general «contra la política de recortes del Partido Popular», grupo como es sabido en la dirección de Kutxabank.

Paul Auster comenzaba su reconocida novela Leviatán con una cita cuyo autor no recuerdo: «Todos los Estados reales son corruptos». Y, por razones de asociación, se me ha deslizado por las teclas, sin percibirlo apenas, las 33 letras de la frase. ¿Hay razones convincentes para que un esclavo celebre el cumpleaños de su amo poniendo las velas en la tarta de uso familiar? Lo dudo.

En esta extraña oscilación autónoma de las yemas de mis dedos, caigo de la «a» a la «c», de Auster a Julio Cortázar y a las indicaciones que transmitió a los maestros recién graduados, allá por 1939: «Alguno fracasa convirtiéndose en lo que se suele denominar `un maestro correcto'. Un mecanismo de relojería, limpio y brillante, pero sometido a la servil condición de toda máquina».

En estas estamos. Los serviles representantes de los trabajadores de las cajas vascas han apoyado a la hidra de Mister Shelby, como en otras empresas, para ser «sindicalistas correctos» a los ojos de los empresarios, los mismos que han promovido y gestionado la situación actual. No hay culpables, nos dicen, todo es una cuestión metafísica, de difícil comprensión. Y si en algún caso los hubiera, los culpables no serían los amos, sino los negros que se revelan, Malcolm X o Martin Luther King.

La deriva de estos grupos sindicales ha alcanzado su punto de ebullición. Las componendas, el oscurantismo, la devolución de favores mutuos, el destello de los espejos que deslumbran a los mandriles, la Mesa del Diálogo Social, el bonus a los liberados... cócteles de representantes «correctos» en diversos escenarios «corruptos».

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