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Carlos GIL | Analista cultural

Preposición. La diferencia entre lo público y lo privado no es una cuestión productivista ni económica. Es la distancia existente entre lo de todos y lo de unos cuantos. Entre lo democrático y lo aristocrático. Es en la educación y la cultura donde se establecen todas las diferencias de clase. Defender el concepto de cultura pública no debe ser una postura de corrección política discusiva, sino un manifiesto troncal de cualquier acción de gobierno en su práctica. La cultura al alcance de todos, la educación como vehículo de formación de individuos que integran una comunidad por idioma, territorio y cultura. La formación de un imaginario común de pertenencia.

Y una cultura pública no significa que por obligación se deba hacer desde estructuras administrativas y organizativas públicas, pero sí desde un ideario de bien común y con un control de que se cumplen los objetivos diseñados para alcanzar el nivel preciso. Se pueden gestionar instrumentos de la cultura pública desde una concesión privada, pero debe prevalecer, por encima de todo, el concepto primigenio, la valorización de una cultura para la ciudadanía, de calidad, asequible, sostenible, y no una cultura mercantilista en donde a quienes la disfrutan se les contabiliza por porcentajes.

El peor síntoma actual es que desde la gestión pública se están estableciendo criterios privados como única alternativa. Y esa corrupción nos llevará la disolución, a que todo se confunda y dé lo mismo lo público y lo privado. La crisis económica está sirviendo de excusa para corroer los débiles sustentos ideológicos de la cultura democrática. Defenderla es una postura política radical.

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