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Mario Zubiaga Profesor de la UPV-EHU

Estados canallas

En el ámbito de las relaciones internacionales se utiliza el concepto «Estado canalla» para denominar a aquellos Estados que, entre otras actividades más o menos rechazables, se dedican a maltratar a su ciudadanía. Una de las versiones actuales de ese maltrato, la socio-económica, se manifiesta en la descapitalización colectiva impulsada por los poderes públicos en favor de las grandes corporaciones financieras y su privilegiada clientela rentista. La expropiación masiva a la que estamos asistiendo sería impensable sin una actuación estatal canallesca, por acción u omisión.

Sin embargo, como nos recuerda Naomi Klein en su obra premonitoria, el maltrato sistemático también se manifiesta en el ámbito político: los estados canallas fuerzan las leyes o la jurisprudencia para perseguir a algunos de sus administrados más allá de lo que estipula con carácter general la propia legislación penal o penitenciaria. En este sentido, España y Francia son indudablemente estados canallas. Es cierto que no suponen una amenaza para el orden mundial, sus armas de destrucción masiva están sujetas a decisiones internacionales y, aparentemente, hoy no amparan grupos terroristas, pero han decidido que algunos de sus ciudadanos merecen un trato excepcional, arbitrario, cruel e inhumano. La ciudadanía española, su clase media, recién comienza a percibir con carácter general lo que antes sólo estaba reservado a los más humildes. La ciudadanía vasca de toda clase y condición lo sabe y padece desde hace mucho tiempo.

Ciudadanos presos enfermos para los que la privación de libertad es una condena de muerte; presos que ya deberían estar en libertad si no se hubiera violado uno de los más sacrosantos principios de la ley penal, es decir, su irretroactividad en lo que pueda empeorar la condición del procesado o condenado; presos que cumplen sus penas lo más lejos posible de su domicilio y que no descansan hasta confirmar la vuelta a casa de sus familiares; presos, en fin, que jamás deberían haber ingresado en prisión si la persecución penal no hubiera traspasado los límites de lo perseguible en cualquier democracia... Todos esos ciudadanos y sus allegados no son sino víctimas de una acción pública canallesca. Una actuación injusta a sabiendas que se mantiene por mero oportunismo político: busca, por una lado, empantanar el proceso soberanista, y, por otro, satisfacer tanto a la extrema derecha interna como a una opinión pública acostumbrada al linchamiento moral desde tiempos inmemoriales.

El cálculo político que subyace al inmovilismo penitenciario se refuerza por el hecho de que a los presos políticos sólo se les puede aplicar una pena retributiva, que castiga por el hecho cometido y, por tanto, carece de objetivo preventivo o sanador. En Euskal Herria es evidente que el Estado que castiga tiene mayores dificultades para ser «reinsertado» socialmente que el propio castigado, por lo que la pena es pura venganza. No tiene otro fin.

Sin embargo, la crítica de la política penitenciaria que aquí hacemos es de mínimos. Es decir, no se refiere al hecho, de suyo criticable, de que la amnistía esté fuera de la agenda gubernamental. Se asume que ese es el final de un recorrido. Las dudas surgen cuando se trata de decidir el camino más adecuado para lograr ese objetivo.

El esquema que hoy parece vigente confía en que la bilateralidad pueda ofrecer una salida relativamente rápida a las consecuencias del conflicto, de modo que la excarcelación escalonada de los presos, el reconocimiento de las víctimas y la entrega de las armas tras la disolución de la organización armada se conjuguen en un gran acuerdo más o menos simultáneo.

Este modelo es sin duda el más deseable, pues atiende en primer lugar el sufrimiento -las consecuencias-, para pasar después al acuerdo sobre las bases políticas que evitarán que aquel vuelva a producirse. Sin embargo, puede perder plausibilidad si la bilateralidad se convierte en un mero desiderátum sin confirmación práctica: lo cierto es que hasta ahora casi todos los pasos los ha dado una parte, sin respuesta positiva del otro lado. En estas circunstancias, la movilización para el desbloqueo es un brindis al sol.

Y es que la bilateralidad aparece cuando el equilibrio de fuerzas en un mismo escenario político es el adecuado para el mercadeo de las contrapartidas. En nuestro caso, la cuestión se complica porque los escenarios son dos y la relación de fuerzas en ambos es inversa: el soberanismo es fuerte en uno de ellos -la dimensión política del conflicto nacional-, precisamente donde el Estado es más débil, pues carece de argumentos legítimos para sostener una posición democráticamente indefendible. En el escenario de las consecuencias del conflicto, sin embargo, la relación se invierte: el soberanismo tiene que pagar un rescate por la salida de los presos que le obliga a una deconstrucción estratégica y moral sin final previsible que podría tener consecuencias políticas en términos de desafección o desencanto. En conexión con lo anterior, la exigencia de la disolución de ETA y la entrega de las armas es intrínsecamente hipócrita: cuanto más se retrase, mejor para el mismo Estado. Es más, si esa decisión se produce de forma unilateral, será considerado un paso «insuficiente» que permitirá justificar el inmovilismo hasta que, ya a escala individual, se produzca un arrepentimiento moral general... Que, seguramente, volverá a ser «insuficiente».

Todo ello no supone que debe abandonarse el camino iniciado: algunas de las decisiones a las que nos hemos referido, las tomadas y las pendientes, aun siendo unilaterales, presionan sin duda para que el Estado se vea obligado a responder positivamente, aminorando, al menos, el sufrimiento.

No obstante, quizás lo que habría que plantearse es si se puede llegar a la estación final -la amnistía-, por esa vía, o si es preciso reforzar la movilización en el escenario donde se dilucida el nuevo marco político. Es decir, que la amnistía sea uno de esos temas a acordar en el ámbito de las relaciones «internacionales», como addenda del acuerdo político material.

Así, en un momento en que se están apurando las penúltimas gotas del bálsamo electoral derivado de la acumulación de fuerzas, podría plantearse un cambio de prioridades que permitiera encarar la crisis político-económica con el optimismo y el orgullo que ofrece la unilateralidad, pero ahora dirigida a un proyecto creativo, que mire al futuro y no al pasado. No debemos olvidar que el escenario más favorable para el soberanismo es el de la construcción democrática. La soledad inicial y el riesgo institucional pueden verse compensados por una ilusión colectiva que en este momento no se percibe muy boyante. Paradójicamente, esa puede ser la vía más rápida para una resolución digna de las consecuencias del conflicto.

En todo caso, como decíamos al principio, el motivo que justifica la protesta del 12 de enero es previo a ese debate. La movilización que impulsa la iniciativa popular Herrira no busca la amnistía ni el olvido o la humillación de los que han sufrido la violencia de ETA. En este segundo aspecto busca precisamente lo contrario, es decir, que otros sufrimientos en trance de olvidarse o minusvalorarse no se perpetúen en el tiempo. No busca otra cosa que rechazar la crueldad gratuita cometida sobre personas que sufren penas añadidas a la restricción de libertad. Penas sin ley previa, un disparate jurídico en cualquier estado de derecho. O su máxima expresión, si entendemos, con Agamben, que la ley de excepción permanente es la principal característica de los Estados modernos.

En relación con esto último, no sé si seremos, como pide Sarrionaindia, un pueblo sin cárceles, pero el primer paso para no convertirnos en un Estado canalla al uso es no aceptar ninguna canallada española o francesa más, ni económica, ni política. Y esto no tiene nada que ver con los objetivos políticos, sean éstos soberanistas o unionistas. Concierne a toda la sociedad vasca, no sólo a las personas presas y sus familias. Es una simple cuestión de decencia y humanidad.

En este sentido, la movilización de corte clásico -un manifestación callejera masiva-, puede ser el suelo fértil que permita transitar de lo colosal a lo novedoso e imprevisible. La primera etapa de ese imprescindible recorrido se inicia el 12 de enero próximo en Bilbo.

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