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Aitxus Iñarra Profesora de la UPV/EHU

El idiota

«Criatura enigmática, raramente concebible por aquellos que vivían en los apretados territorios de lo previsible», según la autora, así designaban al idiota en épocas de soledades cruzadas, de héroes y redentores. Indaga en «ese inasumible humano» proponiendo un viaje reflexivo que va desde el estudio de la idiocia por parte de la psiquiatría positivista del sigloXIX hasta el arte actual a través de la película de Lars Von Trier «Los idiotas», la novela de F. Dostoievski «El idiota», adaptada al cine por Akira Kurosawa, o el film «La cena de los idiotas» de F. Veber. Concluye advirtiendo que aunque el idiota «nos parezca» algo extraño o ajeno, el infortunio o la decepción del viaje de «la nave de los locos» puede acabar a languidecer en uno mismo con su distorsionada imagen.

Hubo un tiempo, si confiamos en viejas crónicas y leyendas, en que los humanos soñaban universos de certidumbres. E, impulsados por la voluntad de saber se entregaban a la ardua tarea de nombrar y al frenesí de definir mundos cerrados de dioses, hombres y cosas. Eran épocas de soledades cruzadas, de héroes y redentores. Era aquel un mundo que vigilaba con sospecha la aparición de la divergencia, en donde relegaban violentamente al diferente, a aquél que se interponía en su sueño de perpetua opacidad. Y desde su soberbia mirada lo designaban como el otro, aquel que hería su imagen del universo sin quererlo. Se trataba del idiota, el individuo que padecía, según ellos, de algún tipo de rareza, de anomalía. Una criatura inapelable, enigmática, raramente concebible por aquellos que vivían en los apretados territorios de lo previsible. Ese otro les resultaba indescifrable, extraño, porque su ajada visión, les impedía compartir y confrontar la inescrutable mirada del idiota.

Más de uno ha querido indagar en el idiota, ese inasible humano al que han provisto de distintos sentidos. S. Brant se sirve de un hecho dramático (el embarque de locos con el que las autoridades se libraban en el medioevo de estos molestos vecinos) para explicar la normalidad como una forma de necedad o estulticia. Es la interpretación que encontramos en esos siglos, entre otros, en Erasmo y El Bosco. En La nave de los locos viajaría el necio gregario, ese que aparentemente no está solo: «tiene hermanos mayores y pequeños, existen por doquier, pues sin fin es el número de necios. Viajan por todos los países, en un viaje sin final, y nadie presta atención a la sabiduría. Además tienen muchos compañeros, muchos satélites y cortesanos que van siempre detrás de la corte de los poderosos. Pero al final entran en la nave y viajan todos juntos buscando su beneficio. Y de este modo hacen un preocupante viaje, pues nadie cuida, mira ni atiende las cartas, al compás marino o al curso del reloj de arena».

La idocia se argumenta también desde otros ámbitos. La psiquiatría positivista del siglo XIX la describe como una anormalidad, la merma o la abolición completa de las funciones de la inteligencia. Una disminución que cuando el individuo incurre en hechos delictivos, se extiende su significado al ámbito moral. Es en este caso en el que la ciencia, desde su visión normalizadora, define al idiota como monstruo moral, lo discrimina, y lo hace definiendo su diferencia respecto de los otros como disparate. Por más que en la cultura actual la inadaptación se ha transformado en la normalidad adaptada Una normalidad representada como un espectáculo al que uno obligatoriamente ha de adherirse. De tal manera que se generan ininterrumpidamente imágenes distorsionadas incitando a adoptar estilos de conducta que vuelven a los individuos cada vez más vulnerables e inseguros, más alejados de sí mismos y discordantes con su propia naturaleza.

En el arte actual y concretamente en el cine este personaje es un tema recurrente. La curiosa película de «Los idiotas» del director Lars Von Trier, narra la historia de un grupo de mujeres y hombres jóvenes conviviendo en una casa, cuyo propósito es despertar el idiota interno. Simulan comportarse como aquel en un medio cultural burgués normalizado. Buscan el destierro y la superación del mundo normado en la búsqueda de la idiotez aparentada. No deja de ser un juego aunque, a veces, terminen por dejarse llevar por él en la dinámica del mismo grupo. Karen, mujer silenciosa y discreta, que casualmente se une al grupo, a diferencia de los demás, nunca finge idiotez. Había huido de su familia por la muerte de su bebe. Y, sin embargo, es la única del grupo que, cuando regresa a su hogar, se convierte en idiota ante el recibimiento hostil de su familia. El sufrimiento callado por la muerte de su hijo ha consumido su capacidad para seguir representando los comportamientos habituales, verosímiles, esperados, y la acerca al mismo límite de la normalidad. Lo traspasa y se convierte a los ojos de su familia en una idiota.

En el universo literario es recurrente la figura del idiota. Un caso emblemático es la novela «El idiota» de F. Dostoievski, adaptada al cine y al contexto japonés por Akira Kurosawa. Retrata un hombre cándido, inocente, no contaminado por la sociedad, y en este sentido se muestra cercano al Émile de Rousseau. Vinculados a la espiritualidad encontramos otros tipos de idiota. Son los que se alejan premeditadamente del mundo y sus pautas, es decir, los que renuncian a la vida social en un intento de vaciarse totalmente. Tales son los anacoretas del desierto del Occidente cristiano y los sanyasis o renunciantes de la India. Todos estos difieren del idiota-inocente en su deseo por la búsqueda de lo real; razón por la que en su viaje espiritual ansían desprenderse de sí mismos para convertirse uno con la última realidad.

El idiota, aunque no es fácilmente detectable, está presente en nuestra sociedad. Escasea y pasa inadvertido. No se asemeja al individuo considerado convencionalmente inteligente. Posee una comprensión que va más allá del saber convencional. Su percepción no normativizada, ni categorizada se asienta más bien en el conocimiento que le otorga la situación que está viviendo en el momento. Desprendido de la ambición personal, del logro, se encuentra más allá de la lucha incesante del yo. No se esfuerza en ser distinguidamente alguien. Su cognición se ha despojado de la ficticia libertad del individuo: el alienante culto a la personalidad diseñada por una sociedad que la inviste falazmente de pluralidad. No reacciona al mensaje «¡pase por nuestros comercios para convertirse en sí mismo con los productos que representan las últimas tendencias!» de los mercaderes.

Por esta razón se muestra espontáneo, natural, permeable y receptivo ante el otro. No posee ningún tipo de poder, ni notoriedad, puede incluso parecer un desventurado, un ensombrecido, alguien poco interesante. El idiota no es calificable como bueno, pero puede ser confundido con un bucéfalo o ser catalogado como la oveja negra porque, sin quererlo, disiente de lo normativizado. Su goce no está pautado, no es manejable ya que se han desvanecido los bordes de la recurrente categorización. Además, en los momentos más críticos desvela su lucidez. Sobresale en la dureza de las circunstancias por su disponibilidad y su forma de atender al otro, pues su sensibilidad y presencia suscita la comprensión ocultada tras el sufrimiento ajeno. Es lo que ha sabido entender F. Veber en el protagonista del film «La cena de los idiotas».

Sin embargo aunque el idiota nos parezca algo extraño o ajeno, puede suceder que el infortunio o la decepción del viaje de la nave de los locos a ninguna parte te lleve a que languidezca en ti la distorsionada imagen. Esa imagen fija que aviva el brutal asedio del viejo límite urdido, de la frontera dictada, la que te ha sido abastecida, superpuesta y prevista para que tú te amoldes y la consumas. Entonces, estimado lector, cuando la ficción del orden dominante abandone su despótico lugar en tu interior, te encontrarás en medio de la perplejidad, sin juego, ni simulación alguna con el sabio idiota.

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