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Cuerpos torturados que dan cuerpo a un relato justo y veraz

Aveces, los números reflejan una realidad que no puede seguir siendo ignorada. Números que no mienten, que perturban a cualquiera que respete la dignidad y la integridad humana, que espeluznan por lo que reflejan. La Fundación Euskal Memoria ha presentado un valioso estudio que incorpora multitud de testimonios en primera persona sobre la llaga abierta de la tortura en Euskal Herria. En los últimos 50 años, más de 9.600 vascos han sido torturados, 11 de ellos murieron, cientos fueron hospitalizados y los poquísimos torturadores condenados fueron indultados, cuando no condecorados, para más escarnio de las víctimas.

Este estudio revela en alta resolución una realidad oculta, patente pero ocultada por los medios de comunicación y el establishment político, y avalada por los jueces. La tortura no solo ha sido en este país una práctica aberrante y cruel, sino que ha construido además un sistema de terror y coerción cuyo objetivo último ha sido humillar y deshumanizar a una comunidad, vaciarla de la confianza en sí misma, liquidar su voluntad colectiva. Una muestra siniestra de poder ilimitado sobre los lugares más íntimos del cuerpo, una expresión de violencia mecanizada, en masa, dirigida contra este pueblo.

Euskal Herria es un caso único en un Occidente que cree de sí mismo ser algo excepcional, un modelo para el resto del mundo y un ejemplo para la Historia. Durante décadas ha sido testigo de cómo un Estado con dos regímenes diferentes, con un transición de por medio, practica la tortura de forma sistemática e impune contra una población concreta, localizada en un territorio concreto. Los cuerpos de miles de ciudadanos vascos a los que infligieron sufrimientos extremos, además de objetos de la tortura, han dado cuerpo a una sociedad bajo ataque, instalada en una excepcionalidad implacable, al margen de todo parámetro regular o racional de supervivencia y convivencia.

Hay cicatrices que curan, pero otras siguen desfigurando el cuerpo y la mente de las víctimas mucho tiempo después de terminada la tortura. Como dijo la doctora danesa Inge Genefke, especialista en el tratamiento de personas torturadas, «es más fácil curar huesos fracturados que un alma herida». La vida nunca vuelve a ser lo que era para los que descendieron al infierno de la tortura y volvieron. Ni para sus familias y allegados. Ni tampoco para la comunidad a la que pertenecen.

Imperturbable cinismo

Mientras el Estado español sigue negando la existencia de las torturas con imperturbable cinismo, no duda en utilizar su potestad exclusiva de perdón para proteger y para garantizar la impunidad de sus torturadores. El indulto -un residuo de la monarquía absoluta- de los cuatro mossos de escuadra condenados a prisión por torturar a un ciudadano rumano ha generado escándalo por la «burla a la ley» que supone.

La historia de los vascos está repleta de ese tipo de infamias. Este país conoce de primera mano la profunda degradación moral de los victimarios directos así como de las partidos políticos que ordenaron o de los «super jueces» que ampararon estas prácticas. Sabe que para el Gobierno español el ejercicio del poder en Euskal Herria es sinónimo de mano dura, que ha alimentado un populismo punitivo que repugna a las mentes más abiertas y democráticas, y que tiene como finalidad bloquear todo tipo de dinámicas reparadoras y de reconciliación, cualquier nuevo escenario de soluciones. Que ha manipulado las más bajas pasiones para mantener una situación de excepcionalidad sobre cientos de vascos y vascas torturados, y hoy en prisión, al margen de la finalidad de excarcelación, propia de cualquier sistema penal decente, haciendo de la cadena perpetua la expresión máxima de su justicia.

Bajarse del púlpito de la «moral suprema»

La tortura, como realidad presente, condiciona y altera la opción de un relato fiel a lo ocurrido durante los últimos 50 años en Euskal Herria que el Gobierno del PP y sus terminales mediáticas quieren imponer mediante el monocultivo de las mentes. Quienes niegan la naturaleza política del conflicto y la existencia de partes -casualmente los mismos que han negado y no han denunciado esta violación grave de derechos- quedan retratados en su afán por sostener una versión falsa, parcial y, sobre todo, entorpecedora de una resolución justa y duradera. Y, sobre todo, su supuesta superioridad moral cae como un castillo de naipes. Por eso niegan tanto los hechos como su complicidad con ellos.

La «receta antiterrorista» ofrece al Gobierno español una siniestra coartada para el uso pasado, presente y futuro de la tortura. Legalizada o no, esta infamia que va contra los principios elementales de humanidad ha sido admitida como talismán para ejercer el poder y su impunidad ha sido permitida como si se tratara de un tabú. El futuro del país, el establecimiento de unas bases de paz y justicia para una nueva convivencia civilizada, la posibilidad de un nuevo comienzo exigen con urgencia desechar y reemplazar esa destructiva ecuación. Desterrar la lacra de la tortura implica un reconocimiento del daño causado por parte de que quienes la impulsaron y protegieron de forma tan masiva. Y también la humildad necesaria para bajarse del púlpito desde el que predican su «moral suprema» y mirar a los ojos de esta realidad de tormento y al de sus víctimas.

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