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Carlos GIL | Analista cultural

Brújula

 

Compramos con la misma carga emocional un calendario que el último libro de Sarrionandia; suenan más las canciones de los payasos, que lo mejor de Lertxundi; con «Goenkale» abrimos y cerramos la ficción audiovisual y su utilización en los escenarios para ir alimentando el imaginario euskaldun. El euskera en su versión más pop. El euskera nuestro de cada principio de diciembre. El compromiso empaquetado para regalo. La cultura como evento y no como ciclo vital. Mejor esto que nada. Mejor. Conformismo.

Falta ilusión. Falta motivación. El mundo de la cultura no es ajeno al deterioro general de las ideas y de los objetivos. Conformismo disfrazado de compromiso histórico de mínimos. No hay líderes culturales, ni artísticos, ni se siguen corrientes estéticas o tendencias. Vino un huracán de mercado, de gestión, de utilitarismo cultural y se llevó las singularidades. Todo se convirtió en material de comercio y transacción al que los agentes implicados se abrazaron con la inconsciencia del converso o el adicto. El gusto artístico se generaba en los consejos de administración de las cajas de ahorro. Las decisiones estratégicas se aplazaban y se primaba lo circunstancial, lo que se vendía. Y estalló la burbuja.

Sin brújula, sin presupuestos, sin públicos realmente formados y exigentes se vive en el terror cultural. Cuando la ciudadanía salga de su frustración consumidora y vuelva a valorarse como amante de lo bello, cuando escuchar un concierto vuelva a tener sentido más allá de la foto en facebook, entonces se volverá a activar la energía positiva. Copiemos a los sanitarios en lucha y repitamos con fuerza: la cultura no se vende, se defiende. Entre todos.

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