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José María Ruiz Soroa (*) Doctor en Derecho

La visita del rencor

Respetar la discusión consubstancial a la democracia excluye, desde luego, tratar de imponer por la fuerza o la amenaza el propio criterio. Pero no sólo esto, sino también excluir el insulto o el desprecio y los argumentos «ad hominem» como herramientas dialécticas

A los abajo firmantes no nos une sino un común y profundo aprecio -tanto cordial como intelectual- por el trabajo que ha desarrollado en nuestra sociedad la organización Bakeaz durante muchos años y, más en concreto, por Josu Ugarte, su director incansable. Han sido veinte años de promover, siempre desde la pluralidad de enfoques, una auténtica cultura de la paz basada en un estricto respeto de los derechos humanos, enfrentándose ante todo -como no podía ser de otra manera- a la más flagrante vulneración que tenía lugar en su derredor, la violencia terrorista de ETA.

Desde ese común aprecio, no podemos sino mostrar nuestro asombro ante el artículo «Corazón de maniquí» publicado en GARA el pasado 18 de noviembre por el sociólogo Joxean Agirre Agirre en el que, yendo mucho más allá de lo que supone una disparidad de criterios políticos o sociológicos sobre la historia vasca reciente, recurre directamente al insulto y al menosprecio hiriente de la persona de Josu Ugarte, acusándole de «estar pagado por las estructuras del Estado», de «chupar del bote», de «pagar favores a los enemigos declarados del nacionalismo vasco», de «paniaguado» y, lo más grave, de «relativizar y banalizar la violencia ejercitada desde las estructuras del Estado». Con todo lo cual se justifica, en la perspectiva del Sr. Agirre, calificar a Josu Ugarte como «maniquí», es decir, según su interpretación del término, «hombre pequeño sin corazón».

No intentamos defender a Josu Ugarte y a Bakeaz -internamente plural- de tan burdas descalificaciones. Ahí están su obra y su conducta pública y con remitirnos a ellas es suficiente para desmontar de raíz tales críticas. Lo que nos llama la atención, y por eso queremos denunciarlo públicamente, es el comportamiento de personas como Joxean Agirre, que se nos antoja emblemático de un nutrido sector social y político de la sociedad vasca y cuya característica distintiva es la de no haber asumido todavía los valores esenciales de la democracia. Porque no saben discrepar sin insultar, porque no entienden que quienes públicamente expresan opiniones dispares de las propias no son «enemigos», sino ciudadanos dignos del mismo respeto que uno mismo. Porque, aunque ya no amenacen con la violencia, siguen usando de la injuria.

Ese rencor que destilan las palabras escritas por Joxean Agirre es incompatible con el diálogo democrático; en realidad, nos lleva al mundo político de Carl Schmitt, aquel teórico extremoso de la teología política que defendía que las categorías políticas básicas son las de «amigo-enemigo», establecidas a partir de una verdad dogmática por encima de toda discusión (el pueblo, Dios o el führer). Carl Schmitt abominaba como de la peste de lo que él llamaba «la clase discutidora», es decir, de una burguesía nacida de la Revolución Francesa que se dedicaba a poner en cuestión y debatir incesantemente todas las cuestiones políticas y públicas, sin respetar verdades ni dogmas. Pues bien, eso que el teórico alemán detestaba cordialmente era precisamente el germen de la democracia -para cuya aniquilación prestó sus servicios como ideólogo-: la discusión, la discusión libre de cualquier «ética de la verdad».

Respetar la discusión consubstancial a la democracia excluye, desde luego, tratar de imponer por la fuerza o la amenaza el propio criterio. Pero no sólo esto, sino también excluir el insulto o el desprecio y los argumentos ad hominem como herramientas dialécticas: asumir que -como escribe Habermas- en el diálogo democrático se acepta como presupuesto estructural del mismo la honradez y la pretensión de sinceridad de quienes participan en él. De lo contrario, lo que tiene lugar no es un debate sino una exhibición de insultos y descalificaciones, una dialéctica de amigo-enemigo en base a una verdad previa al debate que se llama -en nuestro caso- «pueblo vasco».

A Joxean Agirre, y a quienes siguen todavía en su universo ideológico y político, les pediríamos que asuman la democracia en su substancia más básica, que es la de respetar a quien piensa de forma diferente como una persona digna y honrada y, por tanto, a excluir de su catálogo de actitudes las del odio y el rencor para quienes discrepan. Y es la expresión de las actitudes de este universo ideológico, más que el caso particular en cuestión, lo que resulta inquietante. Porque quienes discrepan no son enemigos, son conciudadanos, créanlo.

(*) Firman este artículo, además de José Mª Ruiz Soroa, Rafael Aguirre, Martín Alonso, Galo Bilbao, Jesús Casquete, José Ángel Cuerda, Pablo Díaz Morlán, Florencio Domínguez, Antonio Duplá, Xabier Etxeberria, Luisa Etxenike, Pablo García de Vicuña, Javier Merino, María Oianguren, Jesús Prieto, Jesús Mª Puente, Izaskun Sáez de la Fuente y Teo Santos

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