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PERFIL | IÑIGO URKULLU

Guante de seda para intentar tenerlo todo bajo control

Iñaki IRIONDO

Probablemente fue su timidez, tan conocida ya, la que le llevó a permanecer sentado mientras, una vez proclamada la votación, recibía el aplauso de su grupo, del de EH Bildu y el de los invitados de las tribunas, la mayoría familiares o jeltzales. Paradójicamente, su sentido de las formas y la educación le llevó poco después a protagonizar una especie de vuelta al ruedo para ir saludando a los portavoces del resto de los partidos. Otro, en su lugar, se hubiera levantado para responder al aplauso y después hubiera esperado a que le vinieran a saludar. A fin de cuentas, acababa de ser elegido lehendakari.

También se le ha criticado que lea todos sus discursos, que no hable en público si no es aferrado a sus papeles o al telepronter. Ayer, para cerrar el pleno, quiso ofrecer unas palabras de agradecimiento, salutación y recuerdo de compromisos y salió al atril sin el escudo protector de un folio. Un lapsus sin importancia entre un «todo» al que seguía un «todos» evidenció que llevaba su discurso aprendido de memoria. Urkullu nunca deja nada a la improvisación y, por eso, dicen que tiende a controlarlo todo. Incluso, empieza a saberse, aquello que excede a los límites de su cargo.

Ordenado, abstemio, trabajador, puntual, considerado, tranquilo, fededun, «sexy» según algunas encuestas, indisolublemente unido a su esposa, Iñigo Urkullu reúne todas las cualidades que una suegra jeltzale quisiera para tener en casa.

De su rectitud da muestra el que hasta ayer, y pese a todas las evidencias, nunca dijo «cuando sea lehendakari», sino «en caso de que sea elegido lehendakari». Sin embargo, ha llevado a gala que desde hace tiempo tenía apuntada en un cuaderno que guardaba en su casa la lista de sus posibles consejeras y consejeros. Un equipo que no conocía «ni el EBB». Algunos nombres han saltado a los medios en los últimos días. Si aciertan será que Urkullu no es tan hermético como pretende o que resulta más previsible de lo que quisiera.

Tampoco es que el hermetismo sea una virtud. Es difícil entender esa vocación que tienen algunos presidentes por pretender hacer ver que nombran sus gobiernos sin haber consultado nada a nadie. Del dirigente cabe esperar un trabajo cooperativo. Y de su partido, que no caiga en la adoración que eleva al líder por encima del bien y del mal.

En su discurso de investidura, Iñigo Urkullu fijó el Parlamento de Gasteiz como único foro para abordar el futuro del país. «No tiene sentido ya apelar a mesas de partidos ni puntos de encuentro extraños», sentenció. El tiempo dirá si tal afirmación se debe a su convicción sobre las potencialidades del diálogo en la Cámara autonómica o es un pretexto para reducir cualquier debate a un ámbito en el que aspira a tener el control total de los contenidos y de los tiempos. Malo sería, por ejemplo, que quien en algunos ámbitos fue presentado como uno de los principales muñidores de la Conferencia Internacional de Aiete pretendiera, ahora que ha llegado al poder, orillar experiencias tan enriquecedoras o, aún peor, descalificarlas y desarticularlas.

Primero como candidato y también tras ser elegido, Urkullu ha aparecido como un hombre de palabra, de los que cumple sus compromisos. Muchos de sus actos electorales y su agradecimiento de ayer se rubricaron con un «hitza ematen dut». Quizá por eso, en su discurso de investidura no quiso entrar en muchas concreciones.

En cinco años al frente del EBB, ha sabido restablecer una paz interna y una unidad que estaban en jaque cuando Josu Jon Imaz optó por marcharse. Lo ha hecho con guante de seda, pero quien sepa mirar atrás podrá ver que han quedado cadáveres en el camino. Eso sí, nadie, ni sus amigos, ha levantado la voz en público por ellos.

El traslado de Urkullu de Sabin Etxea a Ajuria Enea obligará a poner otra persona al frente del EBB. Pero todo indica que no podrá hablarse de bicefalia en un sentido estricto. Todo habrá quedado atado y bajo control. Al menos en el partido. Gobernar con 27 escaños de 75 no va a resultar sencillo. Ni siquiera, para alguien como Iñigo Urkullu.