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Joxean Agirre Agirre | Sociólogo

«Ehun metro»

Felicita el autor al equipo de gobierno del Ayuntamiento de Donostia por haber «ensanchado el campo» a la hora de abordar el recuerdo a las personas víctimas de las expresiones de violencia del conflicto. Por hacerlo sin eludir responsabilidades y sin centrarse únicamente en valorar la actitud ajena. En su artículo, Agirre hace un repaso de lugares de Donostia, distantes no más de los metros que dan título a la novela de Saizarbitoria, en los que se han dado hechos de violencia a lo largo de las décadas de conflicto violento en Euskal Herria.

Ese es el título de la segunda novela de Ramón Saizarbitoria, escritor donostiarra que dio vida, en los estertores del franquismo, al protagonista de la citada obra, un militante de ETA que repasa su corta pero azarosa vida mientras es perseguido por la Policía por la Parte Vieja donostiarra. Fue publicada en el año 1976, llevada al cine años después, y constituye una de las primeras obras de la era moderna de nuestra literatura.

El autor, concejal de Euskadiko Ezkerra en la primera Corporación democrática del Ayuntamiento de Donostia, escribió «Ehun metro» utilizando una compleja gama de voces, puntos de vista y registros verbales. Aquella obra, de tantos matices, era, más allá del ejercicio literario, un mosaico representativo de lo complejo y plural de la propia sociedad vasca. El narrador no considera al protagonista, finalmente tiroteado y muerto por la Policía, como un héroe contemporáneo, sino como la metáfora de parte de una sociedad en ebullición que se percibe a sí misma como perseguida y oprimida. Dejando las reflexiones literarias para otros foros, narra algunas vicisitudes de un conflicto político en el que diferentes personas se comprometen, o no, se identifican, o no, con la causa y angustia vital del militante acosado.

La distancia que describe Saizarbitoria en su novela, ese centenar de metros sobre el que se ejecuta un flashback ininterrumpido, me da pie a trazar otro tipo de paralelismos entre el trecho que separa la consideración que los representantes políticos expresan al valorar los efectos de las violencias, de raíz política, y su imprescindible recuerdo, reparación y justicia. Lo ocurrido la pasada semana en el Ayuntamiento de Donostia, la misma ciudad en la que discurrían los hechos de la novela, debería impulsarnos a la reflexión.

Después de meses de continuos reproches por parte de la oposición, el equipo de gobierno de Bildu en Donostia adoptó una doble iniciativa. En primer lugar, hizo público un bando, en el cual se convocaba un acto en memoria de todas las víctimas del conflicto en la ciudad. Coincidiendo con el Día Internacional de los Derechos Humanos, y poniendo fin a la institucionalización de homenajes que abarcaban tan solo a las víctimas de ETA y de otras organizaciones armadas, el Gobierno local de Donostia convocó para el domingo un acto en memoria y reconocimiento a todas las víctimas de las violencias y de la conculcación de los derechos humanos. De manera simultánea, convocó la Comisión Especial de Derechos Humanos del Ayuntamiento para pulsar la posibilidad de que ese acto fuera unitario, lo que finalmente resultó inviable. PSE y PNV criticaron lo que consideraban un acto un acto «unilateral convocado por y para el Gobierno municipal», y exigieron que el lunes se celebrase una ofrenda floral y se guardase un minuto de silencio ante el monolito «Oroimena» de Alderdi Eder. Esta propuesta fue atendida por el Gobierno municipal, y se celebró finalmente con el trasfondo de las majaderías de Antonio Basagoiti.

Este monolito, inaugurado en 2007 coincidiendo con el Día Mundial de la Paz y el cuarto aniversario de la entrega de la Medalla de Oro de la ciudad a las víctimas del terrorismo, se ha convertido en una parcela monopolizada por quienes hacen de la memoria y del sufrimiento derivado de las violencias su feudo ideológico. Los mismos que excluyeron al Consistorio de Donostia del congreso sobre víctimas del terrorismo una vez que Bildu ganó las elecciones locales en 2011.

En cualquier caso, a nadie que viva en Donostia se le ocurre pensar que ese monumento da sombra y cobijo a todas las víctimas de las violencias padecidas desde 1936 hasta nuestros días. 385 personas civiles fueron fusiladas tras la entrada de las fuerzas golpistas en Donostia; otras 17 murieron por los bombardeos fascistas durante el mes y medio de asedio; miles de personas se exiliaron, y de ellas 21 murieron en los campos nazis de Mathausen y Dachau. De 1960 en adelante: 95 personas murieron en atentados de ETA, una niña, Begoña Urroz, en un atentado del DRIL y 4 más a manos de CCAA; y un total de 28 donostiarras perdieron la vida en emboscadas, controles, manifestaciones, atentados parapoliciales, incidentes con policías o como consecuencia de la política penitenciaria. Además, centenares de personas han sido heridas, perseguidas, torturadas, amenazadas o secuestradas en el mismo período.

Con el tiempo, otros lugares y complejos escultóricos han ido supliendo las carencias de la memoria colectiva en la ciudad (Aiete, Ondarreta, Puente de Hierro...), pero para el conjunto de la oposición donostiarra, para unos más que para otros, sigue siendo tremendamente dificultoso recorrer los cien metros que harían viable un acto en memoria de todas las personas afectadas por el conflicto político y armado que perdura durante casi ocho décadas, y que no verá diluidas sus causas por mucho que nos esforcemos en referirnos a él de distinta manera. Cien metros separan Alderdi-Eder del mirador del puerto en el que se realizó el acto del domingo, pero idéntica distancia le separa del lugar en que la Policía mató a José Luis Aristizabal en 1977 o a Iñaki Kijera en 1979, jóvenes civiles a los que el PP sigue tachando de «asesinos» cuando eran meros transeúntes o manifestantes. A menos de cien metros estaba el sillón de concejal de Tomás Alba, edil de Herri Batasuna acribillado por los Grupos Armados Españoles en 1979, y a parecida distancia la acera de la Plaza de Gipuzkoa en la que la Policía disparó en la cabeza de Mikel Kastresana, militante de ETA al que renunciaron a detener en 1989. Por supuesto, idéntico número de pasos nos conducirían al lugar en el que sufrieron un atentado de ETA otras personas cuyo recuerdo exige escrupuloso respeto.

Pero lo sustantivo de los actos a los que aludo es que, por primera vez en esta ciudad, todas las víctimas de todas las violencias han sido cuando menos tenidas en consideración por el conjunto de los representantes municipales. Cierto es que el insoportable legado de la impunidad de los estados y la curiosa justicia que se imparte en sus tribunales convierten en banales las declaraciones de algunos, pero si de calibrar las intenciones se trata, la determinación de «ensanchar el campo» expresada por el portavoz del PSE-EE Ernesto Gasco debería comportar el compromiso de recorrer esos cien metros que siguen separando a algunos de su cita con todas las verdades, todos los relatos y todas las personas afectadas por las violencias de este país.

Yerran quienes enfatizan la imposible equiparación entre «víctimas y verdugos», porque no conozco a nadie que reclame tal cotejo o equivalencia. Las claves son la verdad y el reconocimiento, cimiento de todo respeto, y el arrojo político que implica recorrer ese centenar de pasos de modo retrospectivo, sin eludir responsabilidades ni centrarse únicamente en evaluar la actitud ajena. Ensanchemos el campo tanto como lo exige la superación definitiva del conflicto político, la convivencia democrática y la paz que Euskal Herria reclama forjar desde la sociedad y la acción de los poderes públicos. El equipo de gobierno de Donostia ha respondido a esa demanda. Zorionak!

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