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El Gobierno británico no busca la verdad sino una exoneración en el «caso Finucane»

La petición de perdón del primer ministro británico, David Cameron, adquiere una falsa resonancia cuando viene acompañada de su negativa a ordenar una investigación transparente de la muerte del abogado Pat Finucane. La razón de Estado se impone a la justicia y a la verdad, cuando esta amenaza con destapar la guerra sucia británica en el norte de Irlanda.

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Soledad GALIANA | Dublín

Una vergüenza, un encubrimiento, una estafa». Así definió la viuda del abogado Pat Finucane, Geraldin, las conclusiones del informe de sir Desmond da Silva sobre la ejecución de su esposo en 1989. «Este informe no dice la verdad», concluyó Geraldine Finucane, una vez más victimizada en nombre de la razón de Estado. Ella lo expone claramente en su reacción al informe, al afirmar que «este informe ha hecho exactamente lo que se le exigía: otorgarle el beneficio de la duda al Estado, al Gobierno y a sus ministros, al Ejército, a los servicios de Inteligencia y a sí mismo. En cada línea se acusa a testigos ya fallecidos y agencias que ya no existen, mientras se excusa al personal y a los departamentos de Estado que siguen en activo».

El documento, entregado el martes al Gobierno británico, y difundido el miércoles, sí establece una duda significativa al cuestionar que la muerte de Pat Finucane a manos de la organización paramilitar lealista UDA se hubiera producido sin «cierto nivel» de connivencia por parte de ciertos elementos del Estado británico. Pero una vez más, el informe traduce esa connivencia en responsabilidades individuales, siguiendo la línea de las tres investigaciones previas realizadas por el jefe de la Policía, John Steven, en 1989, 1992 y 1999. En su tercera investigación, ya mencionaba el hecho conocido, aunque no admitido, de la connivencia de la Policía norirlandesa (RUC), el Ejército británico y los paramilitares lealistas en la ejecución de católicos a finales de los años 80. Tanto Steven como el Gobierno británico se escudaron en acciones de individuos incontrolados dentro de las fuerzas de seguridad.

En 2002, el juez canadiense Peter Cory fue encargado de investigar seis muertes violentas en el norte de Irlanda, incluida la de Finucane. Al finalizar su informe, Cory exigió al Gobierno británica la publicación íntegra del documento, mostrando su preocupación por una posible manipulación de su investigación. Para cuando se difundió el informe, seis meses después, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ya había concluido que la investigación policial de la ejecución de Finucane era una clara vulneración de derechos. Por su parte, Cory elevó la connivencia a modus operandi de las fuerzas de seguridad británicas y recomendó una investigación pública que la familia Finucane lleva años reclamando.

Pat Finucane tenía 39 años de edad y ya era un conocido abogado en el norte de Irlanda, al haber defendido a Bobby Sands y al resto de los huelguistas de hambre durante las protestas de 1981. También representó a las familias de víctimas de la guerra sucia británica y su siguiente caso iba a dirigirse contra el Estado británico por la muerte de tres miembros del IRA desarmados en Gibraltar ante el Tribunal de Derechos Humanos. Básicamente, Finucane era demasiado eficiente en su trabajo.

El 12 de febrero de 1989, miembros del UDA forzaron la entrada de su vivienda y le ejecutaron. Su cuerpo presentaba catorce impactos de bala. Su mujer, Geraldine, resultó herida y sus tres hijos fueron testigos de lo ocurrido. Uno de los autores materiales de los disparos fue el agente de la Brigada Especial de la Policía Ken Barrat. La información que propició este atentado mortal la facilitó el agente de inteligencia (MI5) Brian Nelson, y las armas procedieron del confidente policial William Stobie.

Solo tres semanas antes del ataque, Douglas Hogg, el subsecretario de Interior en el Gobierno de Margaret Thatcher, declaró ante el Parlamento de Londres que ciertos abogados en el norte de Irlanda, eran «excesivamente comprensivos» con «organizaciones terroristas». Da Silva exonera al Gobierno británico al apuntar que los comentarios de Hogg se basaban en informaciones policiales y que, aunque el subsecretario -quien posteriormente fue ascendido a ministro por Thatcher- se «comprometió» al realizar esas declaraciones, no incitó a matar a Finucane.

Precisamente esta es la clave de los informes de Steven y Da Silva, su decisión de quedarse en lo superficial para no tener que constatar lo que se pregona vox populi, que el Estado británico implementó una política de guerra sucia o «terrorismo de Estado» en el norte de Irlanda.

Con su declaración, Hogg rubricó el veredicto sobre el futuro de Finucane, la cuestión es quién escribió el texto y la única esperanza de llegar a la verdad es una investigación bajo el escrutinio público, al que el gobierno británico, a pesar de todas sus disculpas, se sigue negando.

 
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