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Iñaki Egaña | Historiador

La paradoja de Olentzaro

Los magos de Oriente, a los que el Papa de la cristiandad ha fijado su origen en Andalucía, son los reyes de este teatro organizado en torno a la Navidad, esa fecha que entre unos y otros se ha ido asentando, tanto como propagada religiosa como paradigma consumista. Coincidiendo con la celebración del supuesto natalicio del líder esenio, el de Nazareth.

Sabemos que la noche ilustre y ese 25 de diciembre en el que suena música celestial al son de trompetas abrillantadas, no es sino la apropiación del Chanuca, la fiesta hebrea de las luces. O, en todo caso, la suplantación del Sol Invictus, la celebración pagana del solsticio de invierno. A Saturno, dios de la semilla y del vino, los romanos que llegaron a tierras pirenaicas le honraban durante una semana, la que concluía precisamente en la fecha compartida.

La fecha navideña es la de la hipocresía elevada a la categoría de dogma. EEUU es el mayor productor de porno del mundo, por goleada, pero el topless está prohibido en sus playas. El rey hispano es un golfo en, al menos, alguno de los sentidos que acepta el diccionario de la RAE, aunque en su vida pública sea tratado como cualquiera de los antónimos del concepto. Miles de agentes del dios judío denunciados por pederastas y abusos dan durante estos días lecciones de humanidad. Hipócritas escondidos tras un altar o la portada de un diario.

No comparto con la fecha más que aquello que me acerca a los míos y, en cualquier caso, la solidaridad con los que la sufren por ausencias e injusticia. Frente a los que ponían una bandera rojigualda al frente del portal de Belén y los reyes ahora andaluces, la simbología vasca quiso enfrentar una alternativa. Quizás los niños la necesitaran. Es probable.

No había mucho donde optar y algunos, ya hace un centenar de años, eligieron a Olentzaro, una especie de sacamantecas que cortaba el pescuezo a los niños malos. Había que pelear también en el frente de la mitología. Nos ayudó, todo hay que decirlo, el franquismo, cuando prohibía las romerías con el carbonero vasco porque eran «células de propaganda separatista que obedecen al Gobierno vasco que está en Francia».

El Gobierno de Navarra lo consideró indigno, más recientemente, como a miles de sus compatriotas, y obstaculizó las romerías argumentando que los que asistían a las concentraciones también aspiraban a recordar a esos cerca de 700 presos políticos y el millar de exiliados que tiene nuestro país, el mismo que visitaron y ocuparon los romanos de Saturno, hace ya cerca de dos mil años. Por eso prohibió su exhibición estos últimos años. Pecata minuta para Barcina y los suyos que hacen del disparate su religión de cumplimiento dominical. Hipócritas como los que más.

La Guardia Civil echó el resto, como es habitual. Feria del Libro de Durango de 2012, en el año de la paz. Control en su entrada. ¿Razones? Se las imaginan. En Areso también. Todos los años, el Olentzaro que apostaba el Ayuntamiento en la plaza desaparecía. Hasta que hace poco pillaron in fraganti a una patrulla del acuartelamiento de Leitza introduciendo al regordete muñeco en su patrol. «Todo por la patria» dicen que tienen por lema.

Por estas noticias, el Olentzaro no es un símbolo que me desagrade.

Pero con la Navidad, con la falsedad, no puedo.

Los diarios nos enfilan al que será el producto de la Navidad. Modernidad. Tecnología. Nada que ver con lo que supuestamente transmite la celebración. Y ese producto se nutre del coltan (columbita-tantalita). Sony, Ericson, IBM, Motorola, Nokia, Bayer, Siemmens... ¿les suenan las empresas y los productos que comercializan? La República Democrática del Congo posee el 80% de sus reservas mundiales. Kazajstán, Alemania, Bélgica, Australia y EEUU pugnan por el oro moderno, el dichoso coltan. Metal estratégico.

Por eso, Congo se debate en la mayor tragedia desde la Segunda Guerra mundial, indiferente a nuestros ojos, hombres y mujeres del Primer Mundo que se nos ablanda el corazón en fechas navideñas por una tonadilla ridícula y se nos cierran los ventrículos cuando la desdicha rima con miseria. Siete millones de muertos en los últimos años. La población total de Cataluña. Más de dos veces la vasca. Siete millones de muertos para que los europeos tengamos tabletas, teléfonos móviles de última generación y ordenadores de diseño.

Me dirán que es el precio de la civilización. Efectivamente. Tienen razón. Pero habría que añadir a nuestra espalda de europeos, que nuestra civilización es la más criminal e insolidaria de la historia. Y, sobre todo, que se arropa en la hipocresía, en esa precisamente que extraen las destilerías del presente supuestamente democrático. La hipocresía que sirve para tapar las vergüenzas y evitar el insomnio permanente, la falta de compromiso en la lucha. Porque también hemos puesto ese grano de arena necesario para engrasar la máquina de matar.

Traigo más recuerdos, aún. Simultáneamente al asesinato de 20 niños y 7 adultos en Conneticut, una patrullera de la Guardia Civil abordaba a una patera en las cercanías de las españolas islas africanas llamadas Canarias. ¿Han oído la noticia? Apenas. Conneticut ha copado nuestros oídos. En el abordaje 8 muertos. Negros o tostados, sin nombre. Sin confirmación. Los desaparecidos siempre son supuestos. Algún superviviente lanzó la cifra. Ya hay versión oficial, días después. Un lamentable accidente mecánico de la patrullera. Y, como es habitual, las versiones de unos y otros antagónicas.

A mediados de 2013, en una aldea de Senegal, quizás de Níger, alguna madre agudizará su angustia por la falta de noticias de su hijo. Intentará creer que las comunicaciones son imposibles. Así lo son, a pesar del coltan y de la guerra por su posesión en pueblos vecinos. El mundo no recuerda más que a los artistas, de la moda o del dinero. Y su hijo seguirá esperando. ¿Recuerdan cuando aquella patrullera de la Guardia Civil abordó a otra patera? Agosto de 2004. Treinta y tres ahogados. Frágil es la memoria. Decenas de madres esperan aún noticias que jamás llegarán.

Es una gran hipocresía celebrar la fiesta mundial del consumismo en medio de la agonía. Miles de niños mueren al día de hambre en un planeta que sería capaz de abastecer a todos ellos con un pequeño esfuerzo, del mismo tamaño que se ha realizado para salvar de la bancarrota al sistema financiero de cualquiera de los estados mediterráneos europeos.

Erich Schmidt, presidente de Google, el buscador que me ha permitido atinar algunas de las afirmaciones de este artículo, lo acaba de decir: «Somos orgullosamente capitalistas». Abordaba, de esa forma, la acusación de evasión de capitales. Lo ha dicho con naturalidad, con claridad, con la fortaleza que le da su posición y el saber que jamás será penalizado por ello.

Estas fiestas son, precisamente, la deflagración del capitalismo.

Por eso, me recuesto en lo que añoro para estas fechas. La cercanía de los míos, de los que faltan, algunos desde hace décadas. Esta guerra lleva ya demasiados años encendida, con un contendiente poderoso, inhumano, despiadado, capaz de retener varios días la nota judicial en la aplicación de la 197/2006 como ha sufrido Ramón Uribe, para alentar el resquicio de esperanza a su familia, como esa madre de Senegal o de Níger que quiere evitar la melancolía de su hijo. Y cerrar la puerta de inmediato.

Esa guerra lleva encendida desde que los hornos fueron colmados de carbón, las traviesas cruzadas entre raíles, el cuero secado para cubrir el calzado que atravesaría el espinazo de nuestra tierra, desde el sur hacia el norte, desde el norte hacia el sur. Huyendo del llamamiento a filas, del «todo por la patria» embocado tras el desfiladero, del hambre si cabe.

Un recuerdo recurrente porque la vida no es tal sino se comparte. Porque la hidra obliga a buscar atajos, a buscar subterfugios, se llamen Olentzaro o Mari.

Todas las peleas valen la pena, incluso la de los símbolos. Sabemos que deslizamos nuestras suelas entre paradojas. Conocemos el hedor del enemigo. El aliento en su cogote. Esa insinuación, permanente, a ponernos de su lado.

Y en estas fechas, es precisamente, cuando más atractiva hace su oferta.

Por eso huyo de la Navidad.

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