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Víctor Moreno Profesor y escritor

Crítica literaria e ideología

Víctor Moreno sostiene que en muchas ocasiones la crítica literaria se basa en fundamentos ideológicos. Repasa ejemplos de ello, como lo es el distinto enfoque de las críticas a autores vascos en función de su denuncia o no a ETA; o las críticas al premio Nobel de este año, Mo Yan, no por su obra sino por su actitud ante el régimen chino actual.

Las relaciones entre literatura y política despiertan muchas sospechas entre quienes tienen unas ideas políticas contrarias a las que se defienden en una determinada creación literaria. Por el contrario, si el mensaje, ideología y pensamiento, transmitidos de forma implícita o explícita en una novela, coinciden con las ideas que tiene el crítico, entonces, los componentes ideológicos se transformarán en elementos fundamentales para valorar dicha creación.

Lo más extraño de este estado de cosas es que algunas novelas sigan siendo objeto de un minucioso análisis político e ideológico y, en cambio, otras no reciban jamás una parrafada crítica. La discriminación crítica, en este sentido, es estructural. Por ejemplo, raro será que una novela, escrita por un autor vasco, no sufra el escáner crítico de lo ideológico, siempre abducido por el estándar clásico de si aquel denuncia a ETA, mientras que si la escribe un manchego o andaluz jamás será objeto de análisis ideológico. Al parecer, los escritores castellanos y andaluces son, ideológicamente, unos eunucos.

Por sistema, la crítica literaria no tendrá jamás por buena una novela de un escritor vasco que no denuncie a ETA. Es el imperativo categórico literario de cualquier escritor vasco que pretenda ser famoso y vivir del cuento. Por el contrario, una novela de un escritor vasco, aunque viva en Alemania, que condene a ETA en el desarrollo de sus tramas, tendrá a su favor el noventa por ciento de la crítica. En el primer caso, la ausencia de la condena a ETA se convertirá en el signo fundamental para denigrar literariamente el texto de su autor; en el segundo, sucederá todo lo contrario: la novela será una maravilla.

La crítica literaria ha dado tantos ejemplos sobre esta manera de actuar que confirman que la política e ideología son muchas veces quienes deciden el valor estético y literario de una novela. Si a un crítico no le agrada una novela por motivos ideológicos, ya se las ingeniará para encontrar defectos literarios y justificar así su desagrado. Por el contrario, si una novela le encanta, porque sus planteamientos ideológicos coinciden con los propios, no tardará en elevar a categoría suprema literaria dicha novela.

Este comportamiento maniqueo sirve tanto para quienes se declaran ideológicamente de izquierdas como de derechas. El reciente premio Cervantes, Caballero Bonald, indicaba que «un ultraderechista de ninguna manera puede ser un buen escritor o un buen artista. Puede parecer excesivo e incluso rozar la injusticia, pero me gusta opinar que eso es así». Y, como a mí me gusta, pues así tiene que ser. Del mismo modo, el crítico Azancot opinaba que un escritor que fuera comunista tampoco podría ser buen escritor. Y ponía como ejemplo a Alberto Moravia. Por esta regla de tres, acabaríamos sospechando de todos aquellos que, en definitiva, no piensan ni sienten como uno siente y piensa.

Al premio Nobel de este año casi lo crucifican por no haber denunciado en sus novelas al régimen chino actual y por no abrir su boca para condenar la falta de libertad de expresión en su país. La gente olvida que le han otorgado el premio Nobel de literatura por haber escrito novelas, y no por su militancia política. Si cada vez que se otorga un premio a un autor se le exigiera su curriculum político, no habría autor posible que guardara el suficiente decoro democrático para recibirlo. Si a Vargas Llosa le hubieran recordado sus apoyos políticos durante esta última década, seguro que todavía estaría esperando sentado el citado Nobel. En el caso del chino Mo Yan, ya que estaban interesados en su ideología, podrían haberle preguntado qué pensaba de la situación actual del desamparo laboral en Europa, de la corrupción o del inhumano trato dado a los presos en Guantánamo.

Desgraciadamente, los tentáculos de estas arteras disquisiciones de interpretar y enjuiciar el valor de una obra son muy largos y alcanzan cualquier tipo de materia. El penúltimo caso con el que me he tropezado -digo penúltimo porque estoy seguro de que la semana que viene me toparé con otro-, es la reseña que Jordi Gracia ha vertido sobre la novela de Trapiello, titulada «Ayer no más», cuyo tema de fondo es la llamada «memoria histórica». Como el planteamiento de la novela sobre este asunto es coincidente con el que Gracia tiene sobre el particular, el texto es maravilloso literariamente. De este modo, alabará al autor por haber reducido «la doctrina sermoneadora contra los excesos de la memoria». Inaudito. Deducir de ese planteamiento meramente ideológico la bondad literaria de una novela es hacer trampa. Encima la considerará como «la mejor novela» de su autor hasta la fecha. Para serlo, los argumentos literarios que ofrece son, en verdad, muy pobres. Un precipitado de frases hechas que puede aplicarse a cualquier novela histórica. Y, si no, véase su formulación: «La trama, los personajes, el coro de voces que nos la explican viven en sus respectivas primeras personas el drama de enfrentarse al pasado desde el presente, pero siempre con el pasado más desnudo a la vista. Y todo lo vivo en el presente, incluido el pasado, es negociable y administrable, forma parte de nuestros intereses no solo puros e inmaculados sino también espúreos (sic), a veces inciertos y demasiadas veces calculadísimos». Lo más llamativo del fragmento es ese inadecuado espúreos, palabra que no contempla el diccionario de la Real Academia.

Siguiendo el ramalazo ideológico en el que se inspira, el crítico sostendrá que «esta no es una novela contra la memoria histórica, sino contra la beatería interesada de la memoria histórica». No es verdad. La novela de Trapiello es una novela contra la memoria histórica. Al menos, lo es contra cierta memoria histórica, a la que para ridiculizarla se califica como beata.

Es verdad que la memoria es interesada y selectiva, como lo pueda ser, también, la utilización que el propio crítico y escritor hacen de ella. ¿Y beata? El crítico es esclavo de descalificar la memoria histórica de los demás con los adjetivos que desee, pero por el mismo precio tendrá que aceptar que los demás podamos considerar que su memoria histórica es idéntica a la memoria de la derecha actual, heredera ideológica de quienes perpetraron los asesinatos del 36 y dieron origen a esta memoria beata.

No es verdad que «sólo por razones del oficio literario», Trapiello haya escrito «su relato más vivaz y auténtico, el más creíble y valiente». Si la visión del novelista sobre esta memoria histórica no coincidiera con la que tiene el crítico, jamás este se habría prodigado de forma tan efusiva sobre dicho texto. Luego habrá que suponer que su juicio también es interesado. ¿Por qué?

Dice Gracia que «las miserias de la historia son patrimonio universal de la humanidad, incluida la herencia abusiva e instrumental de la memoria vencida».

Decir que las miserias de la historia son patrimonio de la humanidad es como decir que son patrimonio del lucero del alba. No lo es sostener que los herederos concretos de esas miserias inmerecidas son gente que está instrumentalizando de forma abusiva el asesinato de sus familiares en la guerra civil. Esto es un sarcasmo y un insulto. Y, si no lo es, atrévase a decirlo públicamente delante de dichos familiares, cara a cara, mirándoles a los ojos... tratando de descubrir en ellos esa «herencia abusiva e instrumental...».

Quizás se dé cuenta, entonces, que lo único abusivo e instrumental en esta historia radique en utilizar una novela para justificar el propio pensamiento sobre cierto segmento del pasado.

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