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Garabato


Carlos GIL | Analista cultural

Las firmas en los cuadros muestran siempre una caligrafía excelsa. La historia ha convertido el garabato de algunos grandes pintores en marcas, en avanzadilla del diseño y la mercadotecnia. Los poetas escribían en renglónes torcidos con letras muy trabajadas. En algunos museos y bibliotecas se pueden encontrar originales manuscritos. Incluso mecanografiados con correcciones manuales al margen. Esas letras, minuciosas o festoneadas, ligeras, saltarinas o barrocas, formaban parte de la personalidad y eran una pista estética que los impresores de antaño validaban con sus rudimentarias maquinarias.

Hoy ya no existen garabatos literarios, todos escribimos con el mismo tipo de letra, los mismos programas de tratamiento de textos, los mismos correctores sintéticos. Más que de tendencias o escuelas somos de una marca de ordenadores. La personalidad no se transite con la grafía sino con la pericia. Por esos los pintores aunque sean impresionistas abstractos, postmodernos o animistas, acaban dejando en una esquina su firma, perfectamente identificable, legible, para reconciliarse con la materia que tratan y para autentificar el humanismo artístico.

Los escritores no existen, no hay huellas dactilares en sus textos. Las erratas son por desidia u obstinación. Todo parte de la asepsia y va camino de la asepsia. Y cuando prevalezca el libro electrónico, la falta de error, la falta de identidad, nos llevará a la intolerancia física. Nuestro cerebro solo codificará lo que haya sido programado antes. No podremos descubrir un rasgo de pertenencia más allá de una ilusión, de un producto creado por un individuo o una máquina, o en la simbiosis de ambos.

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