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Catalunya da un paso adelante y abre la puerta a un debate serio

La declaración del Parlament catalán reivindicando su soberanía y su voluntad de consultar a la ciudadanía sobre su futuro marca un nuevo hito en el camino de la nación catalana hacia la consecución de su homologación como la única entidad política real en nuestros tiempos, es decir, en la consecución del Estado catalán. Es posible que, al menos a nivel teórico, ser estado no sea la única posibilidad de los pueblos para ser respetados, poder organizarse y garantizar el bienestar de sus ciudadanos. Pero aquí y ahora nadie es capaz de plantear otra alternativa. Así lo han entendido los miles de catalanes que, en estos últimos años, se han hecho independentistas.

Hace unos pocos años, más o menos a la vez que algunos gurús determinaban que con la caída del bloque socialista la historia había llegado a su fin, parecía que la globalización iba a jubilar a los estados como marcos político básicos para sociedades y culturas. Ahora, cuando lo más verosímil es pensar que si la historia termina será por la voracidad del capitalismo y la crueldad de ese 1% que tan bien lo representa, los estados vuelven a aparecer como instrumentos básicos para la gestión de lo común y la garantía de los derechos. Aunque sea evidente que en este momento la mayoría de estados no cumple esas funciones. Tampoco son los únicos que pueden cumplirlas y es cierto que las regiones o las alianzas compuestas por diferentes estados están adquiriendo mayor relevancia. Pero no deja de ser evidente que las naciones o se convierten en estado o corren el peligro de ser poco más que un parque temático dedicado al exotismo cultural y dependiente de un poder ajeno hasta en la más mínima decisión. Ni qué decir en los casos en los que el Estado tiene una escasa tradición y cultura democrática o ha desarrollado una sofisticada maquinaria uniformizadora. Y en esas están Catalunya y Euskal Herria.

Catalunya, más allá del Parlament

El Parlament ha recogido el sentir mayoritario del pueblo catalán, no viceversa. Y conviene recordarlo porque existen experiencias previas en las que la clase política, y en especial los aparatos de los partidos, en vez de liderar estos procesos han ejercido de freno para esa voluntad. Ni la situación del Estado español ni la realidad de la sociedad catalana dejan mucho margen para ello, pero, a la vez que se aplaude la decisión del Parlament, hay que reconocer ese protagonismo de la sociedad.

Los unionistas recurren ahora al Plan Ibarretxe para, haciendo un paralelismo poco riguroso y que demuestra su ignorancia sobre el proceso catalán, plantear la esterilidad de la declaración. Es cierto que los partidos catalanes deberían mirar a lo ocurrido con la propuesta del lehendakari y ver en qué erraron cada uno de los agentes, empezando por sus aliados y referencias en estas tierras. Sin ánimo de hacer un análisis profundo, con todos los matices que se le quiera poner, el PNV amortizó a su líder y su proyecto por razones internas -ideológicas, quizás, pero con un evidente olor a intereses bastardos-; sus socios de gobierno, EA y Ezker Batua, sufrieron también por falta de claridad estratégica, de unidad interna y por una política clientelar en la que el apoyo recibido se pagaba con un claro superávit de representación y fondos; la izquierda abertzale demostró gran capacidad política, de maniobra y de visión con el ya famoso «tres sí tres no» -una postura que se corresponde con aquel momento y aquel lugar-, pero luego se quedó vigilante, esperando que el tiempo, un lehendakari timorato al que su partido no apoyaba y la sempiterna necedad del Estado español le diesen la razón. Y así ocurrió.

Como se ha advertido, este resumen resulta caricaturesco y, por definición, muy limitado, pero no deja de contener destellos de las lecciones que los partidos catalanes podrían aprender del caso vasco. Igual que los unionistas deberían entender que su cerrazón en uno y otro caso ha generado en Catalunya y en Euskal Herria miles y miles de independentistas. Y que, incluso dentro de sus propias filas, cada vez son más los que consideran que no hay razón democráticamente defendible para no preguntar a un pueblo qué relaciones quiere tener con sus socios, vecinos, amigos y/o enemigos, siempre que se garanticen los derechos y se lleve a cabo pacífica y democráticamente. Y en eso han avanzado mucho, tanto catalanes como vascos, como bien demuestran sus respectivas instituciones.

Dos hechos nacionales diferenciados

En este contexto, tiene razón el PNV en recordar que Catalunya y Euskal Herria son dos naciones distintas, con sus propios ritmos, sus estrategias, sus equilibrios de fuerzas... y que hay que respetarlos. Ahora bien, esto no es un congreso sobre antropología y etnicidad, es política. Y si bien es cierto que Catalunya y Euskal Herria deben encontrar cada una su propio camino hacia la libertad, en este momento es lógico que, ante los avances en Catalunya y la decadencia hispana, los abertzales se pregunten ¿cuál es nuestra estrategia? ¿Cómo y entre quienes se va a llevar adelante? ¿En qué plazos? Y es lógico que al hacer esas preguntas miren también al PNV y se extrañen del poco entusiasmo, el evidente incomodo con el que sus burukides reciben las noticias sobre Catalunya.

Y es que, si bien son diferentes, ambas naciones tienen algo muy poderoso en común: son los mismos estados los que no les permiten a sus ciudadanos decidir su futuro en libertad, democráticamente. Además de la solidaridad y el respeto, eso es lo que nos une. Por eso es tan necesaria una estrategia democrática, clara y compartida.

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