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TERMINA EL FESTIVAL DE CINE DE PARK CITY

Sundance, o el potencial universal de lo alternativo

Décimo día de plena actividad en Park City; gala de clausura y punto y aparte. Sundance se confirma no solo como la Meca de lo indie, sino como ineludible epicentro del celuloide en el inicio de cada temporada cinéfila. ¿Motivo de alegría por la buena salud del certamen?, ¿o de desilusión por un impacto demasiado difícil de manejar?

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Víctor ESQUIROL

Se acabó. Se acabó el tener que hidratarse a conciencia cada media hora para frenar los efectos del más que probable mal de altura; se acabó el tener que buscar el rojo de los chalecos de los voluntarios para encontrar nuestro destino en la caótica Park City; se acabó el cruce de miradas con la encargada de la cola con la que nunca pasará nada; se acabó el perder la dignidad en la sala de prensa para conseguir una invitación a otra sesión...

Como todo buen festival, Sundance se despide, para todos los yonquis del cine, con sensaciones encontradas. Por una parte, el cerebro emplea sus últimas energías para festejar por todo lo alto el que recuperará, por fin, las horas de descanso que se le han negado a lo largo de diez días de infarto. Por otra parte, al cinéfilo empedernido se le escapa una lagrimita... porque sabe que siempre hubiera podido forzar otro visionado... y porque sabe que todavía le queda mucho material por ser descubierto.

 A quien ya no le queda casi nada por vender es al director del certamen, John Cooper, y a todo su equipo. Poco antes de llegar al ecuador de esta edición, el mercado del film se activó, impulsado por la llegada de los peces gordos, cuyas pujas estaban al mismo tiempo animadas en buena parte por la excelente acogida con la que el público y la crítica daban la bienvenida a la cosecha indie de este año. Y el círculo está servido. Virtuoso para algunos, vicioso para otros.

 Sundance `13 no ha marcado ningún punto de inflexión en la historia del festival, sino más bien ha sido la constatación de los altísimos vuelos que ha tomado la criatura de Robert Redford. Donde hace dos décadas se reunían cuatro artistas outsiders con la certeza de que ya no se verían al año siguiente, ahora se amontonan un sinfín de caras conocidas que no ocultan su voluntad de volver a recorrer las calles heladas de Park City las veces que haga falta.

 La familia Sundance ha crecido y se ha hecho fuerte. Mucho más de lo que se podría haber llegado a imaginar treinta años atrás. ¿Demasiado? Ahí está la pregunta que, por absurda, lleva tanto tiempo flotando en el ambiente. La, de momento, breve pero intensa relación de este cronista con el certamen le llevan a pensar firmemente que, al igual que la insignificante amenaza de Slamdance (celebración paralela que dice ser dueña del auténtico cine independiente... y a la que por cierto le ha salido otra rival fundada con las mismas premisas) todo se reduce a una pataleta snob.

 Un capricho de pura pose que no ha sabido ver lo importante: Sundance sigue ofreciendo una alternativa (como se ha visto en los excelentes nuevos trabajos de Shane Carruth, de James Pronsoldt, de Sebastián Silva, de Drake Doremus...) al tono y a las fórmulas de un establishment al que no le ha quedado otra que aplaudir su valentía. Esto no cambia nada en el espíritu de Park City, si acaso mejora -y de qué manera- su estatus. ¿Acaso la etiqueta indie (en cristiano, «cine de autor») necesita obligatoriamente el trabajo por amor al arte? ¿Acaso dejaron de ser «Entre copas», «Pequeña Miss Sunshine» o «Juno» las joyas independientes de la temporada cuando la Academia las invitó a la gala de los Óscar? Por supuesto que no. Del mismo modo, no hay nada malo, ni mucho menos, en que Sundance se regocije en esta dinámica que, sí, sin duda, es virtuosa. ¿O acaso no es maravilloso intentar hacer (y de esto saben mucho los sacralizados Zal Batmanglij y Brit Marling) de lo alternativo algo de alcance universal?

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