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Iñaki Egaña | Periodista

El impuesto reaccionario

Manuel Santacruz, condenando a muerte por contendientes de uno y otro bando durante la Segunda Guerra carlista, fue un personaje peculiar. Anclado en una cosmogonía que hoy no dudaríamos en calificar de retrógrada, tuvo retazos de estratega bélico, especialista en la guerra de guerrillas que otros como el Ché Guevara, Marighella o Truong Ching teorizarían mucho tiempo después.

Santacruz fue perseguido por España, que pidió su extradición a Francia y tuvo que huir apresuradamente de su refugio en Lille. Viviría en la clandestinidad la mayor parte de su vida, entre Jamaica y la selva colombiana, hasta que falleció en 1926, rodeado de un coro de indios awa (gente escorpión) que cantaba en euskara.

Su partida fue legendaria y solo el paso del calendario ha despojado los recuerdos asentados en la memoria popular. Algunas de sus iniciativas fueron recuperadas en la segunda mitad del siglo XX por los nuevos guerrilleros, apegados entonces a manuales tanto pretéritos como contemporáneos. Hubo, sin duda, varios seguidores de Santacruz entre los primeros voluntarios, abiertos a nuestros mitos patrios más notorios. A ese aderezo no ha sido ajena siquiera la ETA más joven y actual, rodeada en sus últimas comparecencias de símbolos del siglo XIII, como el águila de Sancho Azkarra, o citas a Zumalakarregi en el Zutabe.

Santacruz, y con esto no inventó la pólvora, secuestró a alcaldes y los liberó a cambio de un rescate. Tasó la vida, bien es cierto que muy devaluada, del gobernador militar español que le perseguía. Tuvo su punto de gracia. Sucedió en 1873, cuando las autoridades liberales pusieron precio a la cabeza de Santacruz. El precio fue de 40.000 reales, una cantidad, se me antoja, desorbitada. La respuesta fue fulminante: «Mucho me alegro que valga tanto mi cabeza. Mi hermana en Tolosa paga 14 reales (siendo grande, 18) por la cabeza de un cerdo. Más que esto no puedo ofrecer por la cabeza del gobernador de San Sebastián».

Santacruz inventó, si el término es correcto, el impuesto revolucionario. Ya que los liberales cobraban un sueldo por enfrentar a los fueristas, por ello los llamaban peseteros, la revolución debía conseguir medios para mantener la causa, es decir, comprar armas y municiones y mantener un ejército de descamisados. Un impuesto... irregular. Pero igual de efectivo.

Cuando ETA pidió por vez primera el impuesto revolucionario, siguiendo la estela de Santacruz, actuó con ingenuidad. Ingenuidad de escolares. Uno de los receptores, de noble familia jeltzale vizcaina exiliada en Lapurdi, denunció a los «chantajistas» que le rajaron las ruedas del coche por no aportar un puñado de francos, de los viejos además, a la causa revolucionaria. Francia, nada ingenua, los detuvo y expulsó a Argelia, que hacía poco se había independizado de la metrópoli.

Años más tarde, cuando la ingenuidad y el romanticismo dieron paso al fuego real, ETA alcanzó la madurez epistolar: «Liberados, infraestructura, armamento, exigen grandes cantidades de dinero. Los trabajadores no pueden sostener una organización armada con sus propios recursos; la burguesía, sí. Toda la burguesía vasca paga los impuestos para sostener las fuerzas armadas españolas; que paguen para sostener las vascas».

La reflexión continuaba aportando lo que era obvio: en ETA nadie entraba por ánimo de lucro. Y, hecho extraño, el redactor del comunicado explicando el impuesto revolucionario añadía que sus liberados ganaban un 20% del salario base. Es decir, una miseria.

Ya en 2010, la vida de un liberado de ETA rozaba la pura supervivencia. Lo reconocieron los mismos tribunales españoles y franceses, en sentencias diversas. Las fotos de las detenciones lo atestiguaban. Famélicos, en muchos casos. El sueldo seguía siendo, como decenas de años antes, de miseria.

Y en esa fecha, ETA anunciaba el fin de una historia, el impuesto revolucionario, que se perdía en el origen de la mitología vasca moderna.

Viene a cuento esta extensa entrada por eso de los contrarios. Existe el mal porque se puede comparar con el bien. Zarathrusta, Zoroastro, afirma que se debe escribir ahora, lo reflejó en la antigüedad. Heráclito lo describió unos días después, como quien dice: uno no existe sin el otro. Si hay impuesto revolucionario es porque, anteriormente, surgió la madre de todos los impuestos, el reaccionario. Y no me estoy refiriendo a los impuestos regulares con los que nos atizan las haciendas vascas o, en su defecto, las vecinas.

Según Giacopuzzi, que recogió varios trabajos anteriores, el impuesto revolucionario de ETA no ha llegado siquiera, ni en sus momentos álgidos, a suponer un cero coma cero... del PIB vasco. Calderilla. Lejos, por ejemplo, del uno por ciento del PIB que cobra legalmente la Iglesia todos los años. No es el objetivo de este artículo. Me refiero al impuesto irregular, al de los sobres, al de siempre... al impuesto reaccionario.

La andanada recibida por el Gobierno y la cúpula del PP español, a través de la filtración de los sobres que han recibido buena parte de sus dirigentes, nos recuerda únicamente lo que sucede desde siempre.

El acento no habría que ponerlo en los receptores, sino en toda esa interminable lista de empresarios que contribuyen interesadamente a la causa del capitalismo, de España, de la CAV o de Nafarroa. La causa del dinero y del negocio.

Ese impuesto reaccionario que pagan empresarios, constructores, sindicalistas, funcionarios, abogados, economistas, médicos, agentes de bolsa, periodistas, policías, ingenieros, gestores. Una pléyade de corruptos ciudadanos que quieren hacer valer su posición y mejorarla a través de la compra, precisamente, de favores. El oficio más que extendido en la clase política española, francesa y vasca. ¿Como entender lo incomprensible? Las obras faraónicas en tiempos de crisis, las adjudicaciones de las mismas, las ascensiones fulgurantes, aquel aspirante a jauntxo provincial que antes de concluir su dentición completa ya había atesorado más patrimonio que un futbolista de la Premier.

Los sobres de Bárcenas han despertado, supuestamente, a la clase política. Jamás he visto mayor hipocresía. La transición española si algo tiene de característico, al margen de su tutelaje, es la corrupción. Ya desde la época anterior.

El PNV, tan valedor de su propia historia, lo conoce a la perfección. Cómo se construyó la democracia cristiana en Europa con sobres repletos de dólares que desde Washington repartía el PNV todos los meses entre los socios capitalistas al objeto de evitar el alza de los grupos progresistas.

Corrupción en la CAN, información privilegiada para enriquecerse. Míster Diez (del tanto por ciento de la comisión que cobra) paseando por la villa histórica vasca, cientos de kilogramos de cocaína para quemar desaparecida, fondos reservados incontrolables, desfalcos en asociaciones de víctimas... La lista es interminable.

Los sobres son sistémicos. Las mayores empresas que cotizan en la bolsa española guardan su retaguardia en paraísos fiscales, los prohombres de la cultura económica vasca financiaron la campaña del criminal Fujimori a cambio de un trozo del pastel. Corrupción legal a través de las Sociedades de Promoción de Empresas, concebidas para evadir impuestos y que solo paguen los pobres. Por eso Markel Olano, faro opositor, denunciaba el impuesto a la riqueza como «un misil contra el futuro económico guipuzcoano». La hipocresía alcanzando su cénit.

Santacruz y todos aquellos que hasta 2010 ejercieron aquella modalidad revolucionaria fueron en realidad aprendices de brujos. No llegaron siquiera a graduarse. La verdadera liga se jugaba en otros escenarios, con cifras que se escapan a la mayoría de los mortales. En 1973, ETA secuestró a Felipe Huarte, la fortuna estrella entonces de Nafarroa. Acaba de echar a la calle a 170 trabajadores de una de sus empresas. Cuando concluyó el secuestro, el industrial se dirigió a uno de sus captores: ¿Cuánto habéis cobrado? Cincuenta millones. ¿De dólares?, preguntó Huarte. No, de pesetas, contestó un miembro del comando. La carcajada del industrial llegó a estampar los libros de historia de esa década.

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