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Jesus Valencia Educador social

En la remota Araucanía

La prensa derramó ríos de tinta para elogiar la personalidad de los Luchsinger. Aunque nada dijo del proceder de los colonos extranjeros durante más de cien años

Recién había nacido 2013, cuando importantes turbulencias sacudieron la siempre convulsa Araucanía. Un incendio provocado destruyó la casa de hacienda en la que vivían Werner y su esposa Vivianne; ambos murieron calcinados. Nadie vio a los incendiarios pero, más rápida que las llamas, se extendió la presunción de que los autores del ataque habían sido mapuches.

No era la primera vez que ocurrían parecidos atentados en la remota Araucanía. A Juana Calfunao le quemaron por tres veces su modesta casucha. En uno de esos incendios -cuya autoría nadie investigó- encontraron los restos de un humilde lugareño. Hubo llanto entre sus deudos y la prensa local le dedicó tres líneas de letra menuda en la página de sucesos. ¿Qué más podía pretender el infeliz? Se llamaba simplemente Benito y, para más desgracia, se apellidaba Coñonao. Los muertos el 4 de enero tenían otro rango y, naturalmente, merecieron otro tratamiento: el difunto se apellidaba Luchsinger y su esposa, Mackay. El alargado Chile se estremeció de punta a punta. Las voces más respetables de la República apelaron al imperio de la ley y las más éticas al valor de la vida. El Gobierno echó mano de la Ley Antiterrorista, una ley sanguinolenta conservada en el armario desde los tiempos de Pinochet. Los policías intensificaron la represión impune y los jueces la justicia arbitraria. El presidente creyó deber patriótico viajar a Temuco para trasmitir sus condolencias y condenar el terrorismo. Tras el presidente viajaron sus ministros. Ninguna fuerza viva acudió a velar a los muertos cuando estos fueron Matías Catrileo, Alfonso Necul, José Huenante, Juan Collihuin, Jon Cariqueo, Facundo Collío o Marcelo Ñanco, por citar los más recientes. Constaban en el registro del padrón con nombre y apellidos pero, a decir verdad, siempre y solo fueron conocidos como indios de mierda.

La prensa derramó ríos de tinta para elogiar la personalidad de los Luchsinger. Aunque nada dijo del proceder de los colonos extranjeros durante más de cien años. Recibieron a su llegada una vaca y 60 hectáreas que se han centuplicado. Azotaron a indios y culearon a indias. Cobran en peonadas las deudas inevitables que los braceros acumulan en la tienda del patrón. Mantienen y financian grupos paramilitares para reprimir a la población originaria. Esta, lo único que reclama es que se resuelva mediante el diálogo el «conflicto mapuche»: que se les reconozca tierra, soberanía e identidad. El Estado niega la existencia de tal conflicto y tapa sus contradicciones internas rivalizando en dureza contra los naturales.

La remota Araucanía no queda tan lejos; ofrece llamativas semejanzas con la historia de Euskal Herria. Dichas similitudes vienen de antiguo. El Mariscal Pedro de Navarra y el líder Caupolican -casi coincidentes en el tiempo, que no en el espacio- hicieron frente al mismo enemigo. Los conquistadores españoles mataron a los dos: al navarro en la cárcel de Simancas y al mapuche sentándolo sobre un palo puntiagudo que lo desgarró. Hay otra coincidencia más alentadora: ambos pueblos siguen vivos.

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