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Antonio Alvarez-Solís Periodista

Moral y política

Tres preguntas sobre las posibilidades actuales de regenerar la política dan inicio a este artículo. Alvarez-Solís considera que dar respuesta a esas preguntas es tanto como decidir si se puede, desde la calle, protagonizar una democracia con limpieza ética y poder auténtico. El veterano periodista asegura que el futuro apunta a una organización política de proximidad, que haga frente a la globalización y sea capaz de restituir el poder a los ciudadanos.

La política no puede regenerarse como diálogo fiable entre los agentes sociales si no recupera su fondo moral, su limpieza ética. Esto parece obvio, pero cabe preguntar, por prudencia, si esa recuperación podría conseguirse mediante un voluntarista y, por tanto, arbitrista propósito doctrinario dentro del sistema o bien habría que recurrir a una revolución profunda de las estructuras sociales. Más claro: ¿ser honrado socialmente depende de lograr la conversión a la decencia por parte de cada individuo concreto como ser capaz de desvincularse del «todo» pervertido o bien es el cambio radical de las estructuras sociales el único camino para superar la inmoralidad de los individuos? Más: ¿puede pensarse en la reinstauración de la moral desde una filosofía que prima el triunfo del individuo sobre su conjunto social? Una segunda pregunta: ¿son moralizables las estructuras sociopolíticas y económicas que por sus dimensiones y volumen están crecientemente alejadas de la ciudadanía o, por el contrario, es preciso para su correcto funcionamiento que esas estructuras tengan la dimensión y volumen que permitan su encaje en el colectivo social inmediato? Una tercera pregunta: ¿la vida moral es posible desarrollarla en el gran magma hostil de la llamada globalización -donde se practica una tensa y dolorosa sobrevivencia competitiva frente a adversarios tantas veces innominados, que operan con sus cómplices los simbióticos del poder- o bien resulta producto del encuentro inteligente e igualitario con el prójimo en toda su dimensión vital?

Responder con claridad a estas preguntas equivale a decidir si podemos protagonizar una democracia verdadera desde la calle, una democracia con limpieza ética y con poder auténtico, que es lo que da su verdadera dimensión al hecho democrático, o si, contrariamente, hemos de acatar lo que decidan las poderosas administraciones, públicas y privadas, que por su gigantismo resultan totalmente inasequibles a la ciudadanía, que no acaba de averiguar nunca su auténtico propósito político. Un propósito que, por sus muestras, se resume en la explotación de las masas y que se atrinchera tras los múltiples instrumentos interpuestos, desde el gobierno a la gran mayoría de los medios de comunicación. A la vista de lo que ocurre en el mundo, una primera conclusión: la democracia o es de cercanía o no es tal.

O admitimos esa pretendida moral política globalizadora mediante un acto ciego de fe, y nos resignamos al resultado, o combatimos por una moral de transparencia que se haga posible por imposición de la proximidad. Respecto a la democracia abstracta por su lejanía, cabe añadir una primera nota: que la crueldad de la explotación del hombre por el hombre es más destructora cuando no se detecta al agresor esfumado en la distancia y que desde ella intoxica las mentalidades con manifestaciones tan irracionales como esa de que somos los ciudadanos del común los autores de nuestra propia degradación o autoexplotación; gente que pretende hundir con toda suerte de excesos el barco capitalista en que navega. Este tipo de aseveraciones se difunden con la mayor insolencia mediante la seguridad que tienen los poderosos de que su mendacidad se absuelve a sí misma al descender desde la cumbre. Siempre hay alguien que baja hasta el llano con las impresionantes tablas de la ley.

En los años veinte del pasado siglo los progresistas americanos, gentes que aspiraban a la liberación de la ciudadanía del poder de las élites, hicieron ya serias advertencias sobre las personalidades e instituciones que ensalzaban las virtudes de la plena libertad individual como única vía para la reforma moral sin tocar el sistema, ferozmente individualista. A los progresistas americanos les preocupaba que esta exaltación del individuo en un «potente» marco desregulador arruinara la ética colectiva de la nación. El presidente Theodore Roosevelt escribió en su autobiografía este párrafo terminante acerca de moral y política: «En la oleada de materialismo individualista, la libertad completa del individuo significa en la práctica la libertad absoluta para que los fuertes abusen de los débiles. El poderío de los grandes señores de la industria ha avanzado a grandes zancadas mientras que los métodos para controlarlos a través del gobierno siguen siendo prácticamente impotentes». Y un periodista distinguido de Wall Street, Lincoln Steffens, añadía acerca de la incapacidad del individuo enjaulado en su tramposa libertad: «Es un error muy frecuente pensar en la soberanía (individual) como algo absoluto... Los favoritos y los ministros representan `los derechos adquiridos' de clases, grupos e individuos poderosos. Lo que yo saqué de Wall Street fue darme cuenta de que todo lo que observaba dentro de la sociedad organizada era en realidad una dictadura, en el sentido de que era una organización de los privilegiados para (sujeción) de los no privilegiados».

Al defender la moral de cercanía como la auténtica moral posible no hablamos, sin embargo, de una moral de necesidad, o moral en precario, sino de una poderosa moral colectiva engendrada por el contacto social, que es el determinante de la eticidad del comportamiento social. La responsabilidad siempre es más auténtica cuando es ejercida con los «otros» en la realidad de los pueblos que cuando se convierte en abstracta. De ahí el daño que produce a la convivencia responsable la política de las grandes e inventadas uniones de individuos atados al fin a una superestatalidad viciosa. Si algo está arruinando al ser humano como hacedor de sí mismo son los inventos políticos como la globalización, que son presentados por los poderosos como la única forma de acrecer la libertad individual y constituir la vía exclusiva para instaurar una cultura universalista que en realidad hace del ser humano un producto que ha destrozado su sociabilidad como ser colectivo. Un ser sin emociones frente al paisaje que lo formó, sin responsabilidad ante el entorno inmediato, sin alma fabricada con el fino ritmo geológico y sin amor alguno a todo aquello que alumbró su lenguaje.

Supongo que frente al colectivismo que describo reaparezcan tozudamente los argumentos que pretenden validar el verdadero progreso humano como producto de una paradójica libertad individual que falsifican desde su lejanía los poderosos. Esos poderosos y, lo que es peor, sus desmedulados seguidores, que confunden a conciencia el progreso humano con el crecimiento material dado en cifras retumbantes. Cifras que ocultan el drama personal y destruyen las esperanzas de los verdaderos pueblos, que necesitan alojar su alma, pese a todos los cantos de sirena, en un reducido pero colectivo almario. El hombre es grande si puede contener el mundo en los ojos. Decía un autor francés, en su biografía de madame Pompadour, la gran amante de Luis XV de Francia, que sus senos eran tan hermosos que cabían en la mano de un hombre honrado. No sé porqué esa imagen acudió a mi meditación sobre la verdadera moral política, que también ha de caber, para ser cierta, en la cabeza de un hombre decente. Todo lo demás son gigantismos en los que nos perdemos.

El futuro apunta ya a una organización política de proximidad, capaz de restituir el poder a los ciudadanos que han de protagonizar su individualismo en el marco de un plural y abarcable ámbito colectivo. Y ese poder solo puede conservarse en un territorio coherente o territorio nacional, que no tiene nada que ver con los estados que conocemos. El protagonista social debe ser mucho más que ese individuo del que decía William Sumner que «el héroe de la civilización es el depositante bancario».

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