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CRíTICA teatro

La infelicidad

Carlos GIL

En esta versión de Daniel Veronese de “La Gaviota”, de Anton Chéjov, todo rezuma infelicidad. Es un estado del alma que se condensa en el aire, se convierte en destino y se metaboliza físicamente en los personajes aunque estén camino del éxito o de vuelta del fracaso, todos tienen una estación final: la infelicidad, desde la que pueden trasbordarse a la desesperación, el abandono, el rencor, el odio o la narcolepsia, la huida del mundo durmiéndose como una solución transitoria que te elimina algunas vigilias infelices e inútiles.

Suenan versos shakespearianos, porque hay un trasunto teatral, parece por momentos un debate oblicuo sobre la relación del artista con el mundo real, de las relaciones de madre e hijo, de los celos, la envida o los deseos insatisfechos, pero todos los caminos confluyen en una infelicidad sólida, casi mineral, que teatralmente se nos manifiesta con una puesta en escena que obliga a los intérpretes a una entrega absoluta desde el minuto cero, hasta el final sin desmayo, se hable o no, pero se debe estar, hasta en la ausencia o la invisibilidad.

Una entrega presencial, con un recitado que comprenda todas la emociones, todo el paso del tiempo, las mutaciones espaciales y el desarrollo de personajes en un instante. Una labor, digamos una misión escénica, que en este montaje algunos lo logran de manera eficaz, deslumbrante, pero que no es homogénea esta clave interpretativa. Todos están bien, pero unos están utilizando unos recursos ajenos a la propuesta escénica de dirección, que intenta reconvertirlos, adaptarlos, mientras otros juegan en el mismo registro estético, físico, de uso del texto, sus ritmos, y sus presencias físicas. Y ellos mejoran el conjunto

Sin concesiones de ningún tipo se va produciendo el alumbramiento escénico de Veronese, se va ganado terreno a los espectadores más despistados por la rotunda propuesta, para acabar todos en comunión, entregados pero agotados por el caudal de intensidad recibido, pero con el convencimiento de haber visto una adaptación esencialista del texto chejoviano en un buen festín teatral sin trucos ni medias tintas.

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