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Antonio ALVAREZ-SOLÍS Periodista

El día del sablazo

 

Ayer, 23-F, el centro de Madrid apareció con docenas de banderas ondeando al viento frío de la mañana. Había anunciadas varias manifestaciones con objetivos distintos, entre ellos el recuerdo de cómo se salvó la extraña democracia. Pero, contra lo que suele creerse, la intentona del 23-F acarició silenciosamente el alma de una parte importante de la ciudadanía madrileña. He repetido muchas veces que Madrid es, como una gran parte de España, sustancialmente caudillista. Sin embargo la gente se alegró del fracaso del minialzamiento porque esperaba mucho del rey, sin necesidad de personajes como Milans o Tejero. Un rey con rasgos absolutistas. La democracia en manos de aquel rey que había jurado ante Franco no comprometía a vivir con la obligación de la libertad sobre las espaldas. El juramento fue fernandino. Yo creo que el entusiasmo con que se recibió a Juan Carlos I de España y ahora enésimo de Alemania, se alimentaba de la seguridad de que su reinado no forzaría a verdaderos comportamientos democráticos, que es lo que incomoda a la mayoría de los españoles. El fracaso del 23-F salvaguardó esa democracia intervenida y aquí paz y después gloria. Nadie preguntó seriamente por el verdadero papel del rey en el golpe de Milans del Bosch. Ni se mencionó siquiera la fuerte incitación antigolpista que llegó a la Zarzuela desde Portugal y que decidió finalmente la postura de la Corona. Tener dos reyes hizo el milagro. El problema radica ahora en que aquel rey del 23-F ya no es el rey que concitaba la adhesión de tantos españoles, que siguen esperando un verdadero caudillo. La capacidad de Franco para revivirse una y otra vez es compostelana.