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niños robados durante la guerra salvadoreña

De Iruñea a El Salvador, en busca de su identidad

Blanca Flores llegó a Nafarroa con trece años. Lo hizo junto a la que siempre creyó su hermana. Pero un día descubrió que no había sido abandonada, como le habían hecho creer, y que parte de su familia biológica llevaba años buscándola en El Salvador. También supo que su verdadero nombre era Francisca y que tanto sus padres como los de Ana murieron durante un operativo del Ejército salvadoreño en Chalatenango.

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Ainara LERTXUNDI

Alrededor de 1.000 niños fueron arrancados de sus familias de origen en el marco de los sangrientos operativos del Ejército salvadoreño contra la guerrilla entre 1980 y 1992, año en el que se firmaron los Acuerdos de Paz. Sus padres, en muchos de los casos, fueron masacrados junto a otros familiares. Otros sobrevivieron, pero perdieron la pista de sus hijos, apropiados por los propios soldados o dados en adopción a familias extranjeras, principalmente de EEUU, el Estado francés e Italia, en lo que se convirtió en un lucrativo negocio para ciertos sectores de la sociedad.

Blanca Flores, hoy ya adulta y madre de dos hijos, es parte de esa niñez desaparecida. Sus padres fallecieron durante un operativo militar en Chalatenango, uno de los departamentos más afectados junto a los de San Salvador, San Vicente, Morazán, Usulután, Cabañas, Cuscatlán y La Libertad.

Blanca -su verdadero nombre era Francisca- no recuerda nada, porque cuando ocurrieron los hechos tendría unos cuatro años. Sabe por testimonios de terceros y de dos de sus hermanos, con quienes pudo reencontrarse, que sus padres emprendieron la huida por separado con ellos en brazos y que acordaron un lugar para juntarse de nuevo. Ha sabido también que su madre, a quien le dispararon varios tiros, falleció a los días. Más de un millar de personas murieron y medio centenar de niños y niñas desaparecieron como consecuencia de aquella incursión militar denominada «Operación Limpieza», el 2 de junio de 1982 en Chalatenango. Un helicóptero del Ejército la llevó hasta la Cruz Roja, que la derivó al orfanato Natalia Simán, gestionado por religiosas. Junto a ella iban más niños, entre ellos Ana, de seis años. Ambas fueron anotadas como hermanas y así crecieron.

«Yo era tan pequeña que no sabía ni decir mi nombre. Ana, que era un poco mayor, me llamaba `chica', así se les llama a las Francisca en El Salvador. Pero las monjas no tuvieron en cuenta esa pequeña pista. Así que nos fabricaron nuevas partidas de nacimientos con otras identidades. Siempre creí que era huérfana. Cuando preguntábamos algo, nos decían `eso no se dice o no se pregunta'. Cuando tenía 13 años, mi hermana me contó que le habían dicho que había una familia interesada en adoptarla. Yo le dije que me quería ir con ella, era lo único que tenía y estaba deseando salir del orfanato, del que no guardo gratos recuerdos, aunque pudo haber sido peor; podría haber acabado siendo una niña de la calle, como les pasó a tantos otros», relata a GARA mientras amamanta a su segundo hijo en el barrio de Errotxapea, donde reside actualmente. Tras ser adoptadas por cuatro hermanos solteros ya entrados en años, llegaron a la localidad navarra de Guembe. A los años, Ana le trasladó su deseo y necesidad de indagar sobre sus orígenes. Blanca accedió a acompañarla en esa búsqueda, que resultó reveladora.

La Asociación salvadoreña Pro-Búsqueda, fundada en 1994 por el padre jesuita Jon Cortina (1934-2005) para buscar precisamente a todos esos niños desaparecidos, les guió y orientó. En ese proceso llegaron las pruebas de ADN y descubrió, de pronto, que ningun vínculo sanguíneo la unía a Ana. «Aunque siempre será mi hermana, en aquel momento fue un trago realmente difícil saber que no lo era», recuerda.

«Cuando me dijeron `tú eres una niña de la guerra', pregunté qué era eso. No sabía absolutamente nada sobre la guerra en El Salvador. Aunque me siento de aquí, de Navarra, ahora sé que no estoy sola en el mundo, que tengo una familia que no me abandonó. Al principio, a mi familia adoptiva, a quienes considero mis padres, les daba miedo que me fuera a El Salvador. Pero yo ya tengo mi vida hecha aquí, si bien al principio no fue fácil. Cuando llegué, era un poco fría y bastante cerrada. Y siempre estaba pendiente de Ana, no me separaba de ella», añade.

Gracias a Pro-Búsqueda se reencontró en Iruñea con dos de sus hermanos, adoptados por dos matrimonios franceses y que, paradójicamente, crecieron cerca el uno del otro, pero sin saber el parentesco que les unía. Una cuarta hermana, a la que espera conocer algún día, vive en Estados Unidos.

Los tres viajaron a El Salvador, donde conocieron a varios primos y tíos que llevaban años buscándolos y visitaron la casa en la que vivían junto a sus padres.

Blanca lamenta que no queden fotografías de ellos. Esa fue su primera pregunta cundo llegó. «Unos me decían que me parecía a mi madre, otros a mi padre. Yo anhelaba poder ponerles un rostro, pero no ha podido ser. Aún así, saber de dónde vienes te aporta tranquilidad y he conseguido cerrar ese capítulo de mi vida», subraya, al tiempo que anima a otros jóvenes en su situación y que tengan dudas a buscar información y a contactar con Pró-Búsqueda. De las 921 denuncias recibidas hasta el momento, han logrado establecer la identidad de 382 personas mediante pruebas de ADN.

Condena al Estado

En 2005, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado salvadoreño por la violenta desaparición de las hermanas Erlinda y Ernestina Serrano Cruz.

En una segunda sentencia, hecha pública del 31 de agosto de 2011 y en la que volvió a condenar al Estado, esta vez por la sustracción de las hermanas Ana Julia y Carmelina Mejía Ramírez, de los hermanos Gregoria Herminia, Serapio Cristian y Julia Inés Contreras y de José Rubén Rivera, la Corte estableció que «el fenómeno de la desaparición forzada de niños y niñas respondió a una estrategia deliberada en el marco de la violencia institucionalizada del Estado. En su mayoría se produjeron entre 1980 y 1984, siendo las cifras más altas las correspondientes al año 1982». El fallo insiste en que «las desapariciones fueron parte de la estrategia contrainsurgente desarrollada por el Estado, que obedecía al concepto de `destruir grupos poblacionales asociados a la guerrilla, dentro de lo cual cobró utilidad la sustracción de niños a fin de separarlos de la población enemiga' y `educarlos bajo la concepción ideológica sustentada por el Estado'. Algunos exsoldados declararon que, desde 1982, habían recibido órdenes de llevarse a cualquier niño que encontraran durante el ataque a posiciones enemigas».

Hay, incluso, testimonios que denuncian la comisión de «vuelos de la muerte», al más puro estilo de la dictadura argentina- con menores. Ester Alvarenga, coordinadora general de la Asociación Pro-Búsqueda, entrevistó a soldados que participaron en la masacre de la Quesera. «Varios militares, supuestamente, arrepentidos, me contaron cómo tiraron a los niños desde el aire al río Lempa y cómo desde la orilla extrema dispararon contra una lancha repleta de niños, que se ahogaron. Son testimonios de personas que participaron en los operativos, no de víctimas», remarca a GARA. Ella misma fue testigo de hechos similares a sus 14 años, cuando sobrevivió a la masacre en el río Sumpul, fronterizo con Honduras, el 14 de mayo de 1980, donde murieron 600 personas. «El río estaba caudaloso, porque en días anteriores había llovido mucho. Teníamos a los helicópteros encima y tanto los hondureños como los salvadoreños nos disparaban de un lado y el otro. No había forma de escapar. Vi con cómo mataban a los niños, cómo los tiraban desde el aire, como ocurrió después en la Quesera», resalta.

«Los militares solían llevar a los niños que capturaban lejos de sus lugares de origen. Hubo quien se quedó con alguno, mientras que muchos fueron entregados a instituciones, privadas o públicas. Un grupo de abogados vio en ellos una mercancía vendible, y es así como empezaron a hacer trámites de adopción haciendo creer a las familias adoptantes que todo estaba en regla y que el menor en cuestión no tenía familia o que había sido abandonado. Algunos adoptantes llegaron a pensar que la familia biológica estaba cobrando grandes sumas de dinero a cambio de dar a su hijo en adopción. Otras veces, eran declarados en `estado de abandono' o les ponían la etiqueta de `huérfanos'. Hemos logrado identificar a medio centenar de esos abogados», explica Alvarenga.

Como parte de esa estrategia, «en 1983 hubo una flexibilización de la Ley de Adopciones. Cade destacar que uno de esos abogados era diputado en aquel momento. Actuaban en red porque tenían trabajadores sociales que les entregaban a niños de determinadas edades para llevarlos a EEUU. Durante la guerra se construyeron `casas de engorde' -orfanatos-, manejadas fundamentalmente por estos abogados. Acabado el conflicto, estas `casas' desaparecieron».

En 2007, en respuesta a un requerimiento de la Corte Interamericana de 2005 y fruto de las presiones de los familiares, la Asamblea Legislativa salvadoreña declaró el 29 de marzo como Día de la Niñez Desaparecida por culpa del conflicto.

En su tarea casi en solitario de «completar este puzzle pieza a pieza», Pro-Búsqueda anunció el 14 de marzo de 2011 la primera excavación de una fosa con la colaboración del Equipo Argentino de Antropología Forense. Fue en el municipio de Potonico (Chalatenango). En aquella «tumba colectiva» que contenía diez cuerpos, encontraron el de Rafael Pompilio, de 12 años, que murió el 4 de marzo de 1981 cuando una bomba cayó sobre la vivienda en la que se había refugiado junto a, al menos, otros tres menores de entre 2 y 14 años y cinco adultos, cuatro de los cuales eran mujeres. Estos bombardeos formaban parte de la estrategia militar para paralizar a las poblaciones y evitar su huída.

En 1998, la madre de Pompilio, que no estaba en la casa en el momento del ataque, contactó con Pro-Búsqueda, que desde 1994 ha logrado certificar la muerte de 52 menores. «Es un tema que no es agradable pero es necesario, porque los familiares cuando presentan los casos es con la esperanza de encontrarlos con vida, pero no siempre los procesos de investigación terminan con un final feliz», lamenta Alvarenga.

El 29 de octubre de 2010, el Gobierno de Mauricio Funes pidió perdón en nombre del Estado salvadoreño por las desapariciones forzadas de menores durante el conflicto. «Como víctima sentí que era un discurso que nacía del pensamiento y sentimiento del presidente. Pero, haciendo nuestra una frase suya, decimos que `perdón sin reparación es una doble frustración para las víctimas'. Tras aquella petición de perdón, han sido pocas las acciones que se han llevado a cabo, lo que nos genera una gran preocupación. No ha habido iniciativas concretas para resarcir mínimamente todos los daños, por ejemplo una atención sanitaria especializada a las víctimas. Ese perdón fue muy significativo para el país y, por lo mismo, requiere de un mayor nivel de compromiso».

«La cigüeña metálica» del ejército

El testimonio de Blanca Flores forma también parte del documental «La cigüeña metálica», dirigido por Joan López Lloret, que contó con la colaboración de la periodista Ana Paola Van Dalen, que  durante un año trabajó con Pro-Búsqueda. La película, rodada en El Salvador e Iruñea, narra además las vivencias de Ana Lilian Melgar y Ricardo Flores. Tras su exhibición en el último festival de cine de La Habana, será presentada a concurso en el de Guadalajara (México).

Como Blanca, Ana Lilian, cuya madre y seis hermanos fueron masacrados frente a ella en su casa en Sisiguayo –ella sobrevivió pese a recibir un tiro en el hombro– y Ricardo, apropiado por un militar, encontraron a familiares, Ana Lilian a un tío, y Ricardo a su madre y una hermana.A.L.

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