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Fermin Munarriz Periodista

Impunidad

Existen palabras rotundas, capaces de inspirar con nitidez y apenas unas letras conceptos complejos. Impunidad es una de ellas. Emplearla con toda la potencia de su pronunciación no acepta grados mediocres o minúsculos. Es una noción que requiere raigambre. Solera.

Es, además, un vocablo arrollador. Va más allá de la propia exención de la responsabilidad de un acto, más allá de la celada con que resguardar al culpable. Es un concepto que precisa del secuaz. No es impune quien elude la persecución, sino quien se beneficia de la protección del encubridor. La impunidad es, por encima de todo, el delito del cómplice.

No me he perdido en divagaciones. Hablo de la vida cotidiana de nuestro país. Y para demostrarlo, tomo al azar las tres últimas semanas de nuestras vidas.

Mañana se conmemora la matanza de cinco trabajadores de Gasteiz a manos de la Policía. En 37 años, nadie ha respondido por ello. Más: el domingo supimos que el asesino de Yolanda González nunca completó su condena, vive bajo una identidad falsa, que solo puede ser autorizada por los servicios gubernamentales, e instruye a las Fuerzas de Seguridad del Estado.

El mismo día, una entrevista con la consejera de Interior de Gasteiz recordaba la muerte de Iñigo Cabacas. Una exhaustiva investigación, al parecer, pero ni una detención, ni una medida cautelar. La Ertzantza, a la espera. Retrocedo cuatro días. 20 de febrero: diez años del cierre de Egunkaria, de las torturas y del hundimiento de una empresa. Una década sin perdón ni reparación. Tampoco hay responsables. 16 de febrero: enésima maniobra del subcomisario Amedo sobre la muerte de Santi Brouard, un crimen por el que los condenados como autores materiales fueron absueltos porque era «inviable» llegar a la verdad. Nadie purga condena. 13 de febrero: aniversario de la muerte por torturas de Joxe Arregi. Entró en comisaría vivo y salió muerto. Sus autores fueron condenados a 3 y 4 meses de arresto. Menos de lo que tarda un cadáver en descomponerse.

La impunidad invisibiliza la violencia del Estado como negación asimétrica de un conflicto. Es prima hermana de la corrupción y, aunque deja huérfana la fechoría, tiene paternidad: se sienta en sillones judiciales, en despachos gubernamentales y en sedes de partidos. La impunidad es etérea pero se puede tocar.

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