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Favelas: otra guerra de nunca acabar

Brasil siempre ha sido un país de contrastes por excelencia. Aunque las brechas sociales en los últimos años se han hecho menos profundas y una enorme ampliación del mercado de trabajo formal y la irrupción de una nueva clase media son incuestionables, lo cierto es que las desigualdades y las poblaciones expulsadas por el desarrollo son hoy uno de los mayores desafíos a los que se enfrenta el gigante sudamericano. Seguramente sea Río de Janeiro, «A Cidade Maravhilosa», con sus famosas playas de Copacabana e Ipanema y sus favelas, esos monumentos a la desigualdad social que ocupan sus cerros, la ciudad que mejor representa las contradicciones que vive Brasil. Según se acercan el Mundial de Fútbol de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016, abundan las noticias que hablan de una guerra de nunca acabar: con el pretexto de enfrentarse a narcotraficantes y milicias que «dominan» a la población de las favelas, se ocupa militarmente y se «libera» su territorio, con el objetivo de pacificarla.

Las poblaciones de las favelas constituyen comunidades relegadas al abandono desde hace décadas. Y la extensión de sus carencias va mucho más allá de la ausencia de una política de seguridad pública. Convertida esta en un tema bélico, con agentes acostumbrados al gatillo fácil, se recupera un territorio pero luego nadie se preocupa por recuperar esas poblaciones para la ciudadanía. Militarizar esta cuestión, priorizar el control policial de las favelas sin asumir el desarrollo social de sus poblaciones, sin implantar un sistema de salud decente, de educación y de cultura, hará que todo vaya a seguir igual. Mucha sangre a cambio de nada.

Esta guerra de pacificación de las favelas criminaliza a unas comunidades pobres y marginalizadas cuyo mayor problema, aun siendo un problema serio, no es el narcotráfico. Sus hogares ocupan zonas apetecidas por la especulación inmobiliaria interesada en reconvertirlas en hoteles y tiendas de lujo para los turistas. Pacificar comunidades militarizando favelas es una peligrosa ecuación. Y cambiarla de raíz es, quizás, uno de los mayores retos a los que Dilma Rousseff se enfrenta.

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