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Amparo LASHERAS | Periodista

Fascismo de andar por casa

Vivimos rodeados de gente que conocemos y de otros, hombres y mujeres, que pasan por nuestra vida una vez o dos, o tal vez diez, de los que nada sabemos porque, como el resto de la gente, forman parte de ese enorme contingente de seres humanos, arrojados al mundo para existir, para construirse o desconstruirse constantemente. Siempre que espero en una sala, en el silencio abarrotado del tranvía o en la caja de un supermercado, rodeada de personas que no conozco, al cabo de unos segundos, me descubro preguntándome quiénes son, cómo piensan o cómo viven, y nunca tengo respuesta. Ese desconocimiento de los otros me ha llevado en ocasiones a sentir culpabilidad social por dejar que la nada se establezca entre ellos y yo. Sin embargo, ayer fue diferente. Descubrir al otro y quebrar esa nada en la espera cotidiana de una pescadería, me causó lo que nunca imaginé, desasosiego y terror social. El hombre en cuestión, cercano a los 40, comentaba en voz alta no sé qué sobre un cargo público que nunca ha ocultado su homosexualidad. Hasta aquí no pasa nada. Lo terrible fue su terrorismo verbal al referirse a él como «sidoso y maricón hijo de puta». En poco segundos, pasó al tema de los inmigrantes y aquí el terrorismo subió de intensidad. «Son gentuza, ladrones y vagos, habría que meter a todos en algún sitio y quemarlos, incluidos los cachorros para que no molesten el día de mañana». Me fui sin comprar, con otras preguntas más angustiosas sobre este peligroso fascismo de andar por casa, oculto entre la gente que me rodea y con el que me cruzó todos los días. ¿Serán muchos? ¿Qué hemos hecho o dejado de hacer para que existan? Y la no respuesta también me produce culpabilidad social.

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