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Con contradicciones, pero en positivo y acorde al momento

Todo el mundo tiene contradicciones, y cuidado con quienes presumen de no tenerlas. Asimismo, la mayoría de la gente tiende a justificar las propias y a señalar las ajenas. Los hay que las sobrellevan sin problemas, otros las disfrazan con cinismo, mientras que algunos las padecen martirizados. Por suerte, muchas personas aspiran a superarlas y trabajan duro para ello. Parafraseando a Bertolt Brecht, estas son las imprescindibles. Las personas que aspiran a la dignidad, a la justicia, al respeto, a la libertad... tienen una batalla permanente con las propias contradicciones, dentro de una guerra que dura toda la vida. En esa lucha, a menudo, serán víctimas de las contradicciones ajenas, con el añadido de que intentarán traspasarles la responsabilidad de las mismas con total descaro.

Las contradicciones acechan a todos, lo mismo en los aspectos más cotidianos de la vida de las personas (como pueden ser los hábitos de consumo) que en los más fundamentales (por ejemplo, cuando hacer aquello que consideramos bueno o mejor puede tener consecuencias incómodas, muy desagradables o incluso dañinas). Esto es así para todos y, en consecuencia, también lo es para la política como actividad humana.

En política, en un sistema tan injusto como este, en el que la desigualdad entre las personas está tan instalada, tan institucionalizada y puede llegar a ser tan cruel, en un sistema en el que la democracia es tan débil y los aparatos institucionales tienen tantas constricciones de partida, quienes quieran cambiar la realidad y superar esas contradicciones desde la política están abocados a pelear aún más duro contra esas contradicciones. En lo referente a la toma del poder y su gestión, una de las diferencias sustanciales está entre quienes conciben el poder como una palanca para cambiar el estado de las cosas y quienes lo entienden como una posición, como un objetivo en sí mismo. No tiene que ver con la falta de contradicciones, que es propia de sistemas religiosos o idealistas, no de la política, que es el terreno del poder, de la lucha de poder.

Aquí entra el delicado equilibrio entre los ineludibles principios y la necesaria flexibilidad o cintura política. De no tener un poder absoluto, algo poco común en las democracias representativas, las decisiones políticas no suelen darse entre lo bueno y lo malo, sino entre lo mejor y lo peor (o incluso entre lo malo y lo menos malo). También está si se acierta o no, si se juegan bien las bazas, cómo reacciona el adversario, lo que se transmite a la gente... de la suma de estos y otros factores suele depender el resultado. También la sensación que deja ese resultado, tanto o más importante. Esa sensación puede ser dulce ante una supuesta derrota. Por ejemplo, si en un escenario de «no violencia», aun cuando una ciudadana vasca ha sido detenida y entregada a las autoridades españolas para ser encarcelada, habiendo sido juzgada con un procedimiento extraordinario sin atender a su denuncia de malos tratos, pero se ha puesto de manifiesto la propia voluntad de paz y justicia, la necedad del adversario, el coraje y apoyo de todo un pueblo, una estrategia de futuro... También puede ser agria tras una «victoria», del estilo de la que expresa una sentencia como «sí, la hemos detenido y hemos cumplido con nuestro deber, acatar órdenes, por mucho que nos parezcan injustas, provengan de un poder impuesto y vayan contra nuestro pueblo, contra los derechos y la voluntad de sus ciudadanos».

¿Cuál es la alternativa que propone el PNV?

La postura del PNV esta semana en relación a la detención de Urtza Alkorta o al debate sobre los presos políticos resulta decepcionante no solo por las decisiones que ha tomado, sino sobre todo por la lógica a la que responden, por la perspectiva que perfilan. Quizá sea iluso pretender a estas alturas que el PNV se plante ante Madrid, pero el verdadero problema es que, en un escenario como el actual, los jeltzales no ofrecen al país más expectativa que la resignación, cuando no la sumisión; eso sí, llevada con gran deportividad e incluso con bastante altanería por alguno de sus dirigentes, cabe esperar que con cierta vergüenza intelectual y moral por parte de otros. Tanto la operación de Ondarroa como la abstención que propició el delirante texto del Parlamento sobre la perfección del Estado de Derecho y la inexistencia de presos políticos en el Estado español muestran a un Partido Nacionalista Vasco más preocupado en mantener el pulso con EH Bildu y en no decepcionar a Rajoy -pese a que su apisonadora no necesita dar siquiera la imagen de consenso, tal y como se ha visto con la LOMCE- que en buscar alternativas a la situación de bloqueo partiendo de su propias iniciativas, de sus intereses, de su fuerza y de su opción de liderazgo.

El PNV ha rendido muchos fuertes, demasiados desde un punto de vista abertzale, pero no debería renunciar a hacer política en positivo, a no abstenerse ante injusticias o falsedades, a no gestionar sus propias contradicciones con un discurso infantil, acusando a EH Bildu cuando ellos no están dispuestos a tomar ningún compromiso, cuando son ellos los que actúan con posiciones extremas que no solo son contradictorias con su cultura política, sino que además debilitan su posición -tanto la política a largo como la negociadora a corto-. A fuerza de interpelar a la izquierda abertzale en ese sentido, el PNV ha perdido la noción de lo que quiere decir unilateralidad en este contexto: no es hacer lo que quiere tu adversario, sino lo mejor para tus intereses y los de los tuyos, independientemente de lo que haga el otro. Si su apuesta es repetir el esquema de la beligerancia bilateral, no ha entendido nada, para empezar porque la otra parte no piensa en qué hará el PNV sino en qué demanda la gente, en positivo.

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