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Iñaki Egaña | Historiador

El lado humano

Los hombres y las mujeres de hierro pertenecieron a una generación determinada e histórica a la que, con el paso del tiempo, hemos ido pegando una capa mítica de nostalgia. Y, sin embargo, sabemos que aquellos hombres y mujeres perdían a sus hijos, se desmoronaban ante la adversidad, se convertían en ancianos con apenas 25 años y cubrían de desasosiego las noches más lúgubres en sus barracones de Gallarta.

Eran hombres y mujeres del hierro. No de hierro.

Porque el hierro es sólo un metal pesado. Un elemento que a pesar de poseer facultades magnéticas, no es capaz de atraer a la humanidad, salvo para su explotación. Jamás han existido hombres y mujeres de hierro, siquiera quizás aquellos que templaron el acero que diría Nikolai Ovstrovski. Lejos, muy lejos de nosotros.

Hay, a pesar, una especie de vergüenza colectiva por mostrar el lado menos ferroso de los humanos, sobre todo de nuestras hermanas y hermanos que un día tomaron la complicada decisión de avanzar en las tareas de liberación. Como si la apelación a los logros colectivos fuera suficiente para ocultar los sentimientos particulares.

De esa manera, los cambios tácticos en una estrategia popular, la de dar la vuelta a una injusta situación, parece que han hecho destapar, de repente, el lado humano de los nuestros, como si hasta ayer el hierro formara parte de su ADN. Y a partir, el ribonucleico se habría teñido de arcoiris. Como si la vida y sus ramas tuvieran tonos para los estudiantes de Deustu, los alpargateras de Maule, o los jubilados de Zaramaga y no, en cambio, para los revolucionarios que cruzaban la muga por Larrun.

Durante años, la nominación del proyecto de los nuestros ocultaba sus sensibilidades, como si nos hubiéramos contagiado de normas extrañas. Un proyecto liberador que se asentaba en la solidez de quienes manifestaban mayor vehemencia en su consecución, que aparcaba cualquier matiz sentimental porque, quizás, podía ser tratado como una debilidad.

No era una percepción real sino una más de las ficciones que dibujamos cuando los tiempos se convierten en bélicos. No existen los hombres y tampoco las mujeres de hierro. Una defensa.

En el origen de la causa estaba el «militante». En cierta ocasión el preso Josean López Ruiz la definió: «la palabra es utilizada para englobar la participación, tanto ideológica como práctica del sujeto en un determinado segmento que normalmente genera política». Un proceso evolutivo también, como la vida misma. Josean añadía que el militante vasco superaba los sufrimientos derivados de su condición a través de su honestidad y coherencia.

No es sencillo en ese proceso político, en esa superación marcada por las prioridades, obviamente definidas en un colectivo, generar emociones. No es sencillo abrir la puerta a las razones que hacen de la existencia humana algo especial dentro del resto de especies: el amor, anhelos, frustraciones... «La lucha armada nos endurece», recordó Argala hace ya mucho tiempo.

Cuando la guerra civil tocaba a su fin en suelo vasco, el comunista Luis Peña Basurto escribió a su compañera que marchaba al exilio. Luis le advertía de la carta que un día podría recibir: «Murió cumpliendo con su deber en lucha contra el fascismo, por la libertad de su patria y por la de la humanidad». Y le pedía, en ese caso, ahogar las lágrimas, mirar adelante y mostrar fortaleza.

La extensión de estas impresiones, de este refugio ideológico, ha alcanzado a casi todos los sectores que añoraban y luchaban por el cambio. Un heterodoxo como Albert Camus nos dejaba su juicio sobre el hombre rebelde: «Los fines siguen siendo los mismos, sólo la ambición ha aumentado. El pensamiento se ha hecho dinámico, y la razón devenir y conquista. La acción no es ya sino un cálculo en función de los resultados, no de los principios».

Y esos resultados sugerían fortaleza.

La lucha necesita de hombres y mujeres fuertes. Obviamente. Pero la fortaleza no lo es todo, ni siquiera amparo de supervivencia. El militante de hierro ha sido una apuesta literaria, una promesa para continuar en la trinchera que ha ensombrecido el rostro de los nuestros. Una fachada política sin intención.

Decenas de miles de cartas cruzadas entre presos, exiliados, clandestinos, familias, amigos... ofrecían, sin embargo, otro mundo interno cargado de letras tanto extendidas como encogidas, aflorando en esa caligrafía de la micro-historia los detalles de la cotidianeidad, las marcas invisibles de la militancia.

Además, durante décadas, sin especial diferencia entre la dictadura y la restauración borbónica, las y los militantes de la causa vasca han sido tratados como bestias, apodados con alias insultantes, pintados con el símbolo de la maldad en su frente. Una constante de manual, el de la degradación del enemigo. Lo hemos visto en multitud de escenarios del planeta.

La mayoría de los forjadores de estos perfiles no tenían catadura moral siquiera para pisar un mercado o dar lecciones éticas desde sus editoriales. Tampoco para arrastrar letras, mientras nos hacíamos, con Carlos Salem, aquella pregunta sin respuesta: «¿Puede un torturador amar, sentir ausencia?». Por lo que contaban los milikos argentinos, su conciencia estaba bien tranquila.

Aquellos apologistas de la tortura, de la incitación a la violencia machista, de la nacionalidad por decreto, elogiaban un único sentimiento. De sus víctimas. De sus gentes, como si jamás ante la faz de la tierra hubiera sentimiento mayor que el menor de los suyos. Como si el resto perteneciera a la pocilga. La guerra que jamás declararon, pero que la practicaron, justificaba todo.

Y en esa dinámica, perdimos perspectiva. Seguimos en que los nuestros eran de hierro. Y no es cierto. El hierro es sólo un metal pesado. Un elemento que al margen de poseer facultades magnéticas no es capaz de atraer a la humanidad.

Perdimos perspectiva en el conjunto. Porque en la cercanía conocíamos la ternura de los nuestros, su ansiedad, su desasosiego, su alegría, su tristeza, el correr de su sangre y el color de sus semblantes. La sequedad de su piel y el tinte de sus cabellos. Pero no hacía falta que lo recordasen. Porque llorar o reír era secundario en una trayectoria principal.

Hoy abrimos la tapa de una caja que existía desde siempre. Una caja sin eclosionar. Y así parece que, de pronto, descubrimos al resto que los nuestros también son humanos. Que tienen sentimientos. Cuando su humanidad, precisamente, cuando su desapego a lo inmediato les hizo tomar el camino que tomaron.

Txabi Etxebarrieta, de cuya muerte en Olarrain en un control de la Guardia Civil se han cumplido ahora 45 años, escribía que su vida era lo único que tenía valor y que sabía que la ponía en juego ante un enemigo de envergadura. Sus poemas nos enseñaron esa vida que fluía a borbotones: «sólo en los sembrados no nacidos hay algo que yo espero».

Acudo a la cita del preso Josean López Ruiz y a su profunda reflexión: «no podemos construir una sociedad más justa, más humana, si antes no conseguimos desterrar de nuestras actitudes lo que nos hace ser menos justos, menos humanos». La lucha te da, precisamente, una riqueza que en los frentes de la modernidad, o quizás debería decir posmodernidad, no aparecen. Es el compromiso, el que permite anidar en cada uno el reflejo de las emociones, el jugo de la vida.

Hace ya 20 años que ETA apuntaba en una entrevista: «las muertes provocadas por nuestras acciones armadas son una losa que nos llevaremos hasta la tumba». ¿Cómo no va a serlo de otra manera en una humanidad degradada, donde los papeles están invertidos?

Por ello sabemos, precisamente, que la humanidad anida en la piel y en el corazón de tantas y tantos compañeros de viaje. No desde ayer, como parece, sino desde que la vida adquirió una tonalidad atractiva cuando se enganchó al vagón del compromiso y de la lucha.

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