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iker casanova alonso | idazlea

De la centralidad a la hegemonía

La cuestión de la centralidad ha sido y sigue siendo un tema clave a la hora de definir el mapa socio-político vasco. ¿Qué fuerza domina el espacio central en la vida política? Entendiendo inicialmente como centralidad la ocupación del lugar más importante del tablero de juego, es natural que diversas fuerzas quieran atribuirse este protagonismo, que como veremos es algo más que un título simbólico. Pero hoy en día sólo dos fuerzas pueden pretender seriamente aspirar a esa posición, aunque con diferentes razonamientos y atendiendo a conceptos de centralidad distintos: el PNV y EH Bildu.

El PNV ha reclamado históricamente la centralidad. Para ello presenta dos claros argumentos: su larga hegemonía electoral y su capacidad para acordar con todo el espectro político. Tras haber protagonizado durante la era Ibarretxe un intento de acción firme en torno a los parámetros ideológicos del partido, el PNV se asienta ahora en una posición pasiva, reivindicando su equidistancia ante los extremos y su moderación. El partido articula un discurso sin estridencias, siempre ambiguo y dual, en el que diferentes sectores ideológicamente opuestos pueden sentirse cómodos. La unidad interna está garantizada por el reparto de cuotas de poder en un aparato compuesto exclusivamente por personas que viven del partido o del cargo público, cuyo verdadero nexo es el objetivo común de la victoria electoral, entendida como un fin en sí mismo. El pacto y el pragmatismo a ultranza se convierten en dogmas.

La centralidad que hoy trata de ejercer el PNV es una centralidad para Estar, no para Hacer; para Conservar, no para Evolucionar; para Adaptarse y no para dirigir el Cambio. Es por tanto una centralidad estática, laxa, acomodaticia... Eso no significa que sea una centralidad neutra, ya que en la medida que obstaculiza el progreso y defiende el statu quo vigente es una centralidad conservadora, que niega la transformación y refuerza lo presente. Una centralidad, aquí y ahora, española y de derechas. Es la centralidad táctica de un partido que cree que no puede moverse decididamente en ninguna dirección, al estar preso de la heterogeneidad de su cuerpo electoral. Podemos decir que, si no supera esta concepción de centralidad, el PNV está obligado a la indefinición permanente y a la pasividad estratégica.

La consolidación de la gran alianza de la izquierda soberanista ha deparado la aparición de un nuevo agente que puede reclamar para sí la posición central. En Euskal Herria la política se articula en torno al doble eje Social-Nacional, y los actores se posicionan en torno a las coordenadas izquierda/derecha y abertzale/españolista. Un análisis electoral y sociológico del conjunto del país, al menos en hegoalde, nos permite señalar que, con ciertas matizaciones y desequilibrios, las mayorías se sitúan en la izquierda y el lado abertzale. Obviamente ambas mayorías, de izquierda y abertzale, no están compuestas por las mismas personas, pero sí hay un espacio político que comparte la pertenencia a ambas, la izquierda soberanista. Esta circunstancia otorga a este sector político una centralidad inesperada y distinta a la que reclama el PNV.

Nos encontramos ante una centralidad basada en la participación en las dos grandes mayorías sociopolíticas del país. Una centralidad con contenido ideológico, autorreferenciada y que permite que ante casi cualquier debate la izquierda soberanista se encuentre de forma natural del lado de la mayoría. Sean temas sociales: copago, fiscalidad, recortes, pensiones, laicismo, huelgas... o sean temas nacionales: autogobierno, soberanía, identidad, euskara... La centralidad que puede reclamar EH Bildu es una centralidad activa, dinámica y transformadora, que permite sumar sin renunciar y convierte la praxis enérgica en torno a las propias demandas en un factor de atracción.

La reivindicación de la centralidad política no es la búsqueda de una medalla simbólica. Reclamarse la fuerza central del país y actuar coherentemente con tal afirmación no es un adorno del discurso, sino que, en la medida que ese estatus es percibido por uno mismo y por los demás, otorga un plus a quien lo ejerce. Para la izquierda soberanista reivindicarse como espacio central, vertebrador de las grandes mayorías del país e incluso articulador del territorio, y actuar en consecuencia, debe ser un poderoso instrumento de acumulación de fuerzas porque permite superar barreras mentales de los potenciales simpatizantes y ganar referencialidad. El proceso de cambio político y liberación nacional y social no puede percibirse en la sociedad como algo que corresponde a una minoría exótica y marginal sino como la opción principal del panorama político, y la fuerza que lidera ese cambio debe tener un carácter central, un aura de liderazgo y una imagen integral de alternativa. Cualquier jugador de ajedrez sabe que el primer objetivo en una partida es dominar el centro.

La pertenencia, exclusiva de la izquierda soberanista, a los dos bloques ideológicos mayoritarios del país tiene como consecuencia lógica la búsqueda de una mayoría electoral. Pero la hegemonía no debe entenderse únicamente en términos cuantitativo-electorales sino que ha de analizarse en una perspectiva global. Para ello recuperamos el concepto gramsciano de hegemonía, entendida como la aceptación por parte de la mayoría de la sociedad de la ideología de un grupo, lo que define cuál es el sistema de valores y pensamientos que opera y se entiende como común. Por tanto, en nuestro país, al hablar de hegemonía podemos referirnos a tres cosas distintas pero interrelacionadas: el pensamiento dominante en lo social, el dominante en lo nacional y la mayoría político-electoral.

En medio de una profunda crisis sistémica se está dando hoy una batalla por la hegemonía en la que las fuerzas del cambio van ganando posiciones y pueden seguir haciéndolo. Cuando el poder se ejerce con consentimiento hay hegemonía, cuando se hace sin consentimiento, simple dominación. En estos momentos el poder español y neoliberal aparece cada vez más ante la ciudadanía vasca como un puro ejercicio de imposición basado en la violencia institucionalizada. Esta percepción es el punto de partida para el cambio. Hemos mencionado la existencia de sendas mayorías abertzale y de izquierda en la sociedad vasca. La tarea consiste en ampliar estas mayorías y reforzar su convicción ideológica para finalmente operativizarlas de forma que logren sus objetivos. La meta sería la construcción de una triple hegemonía: hegemonía abertzale, hegemonía de izquierda y hegemonía electoral de la izquierda soberanista. Al margen de la batalla ideológica, los cambios en las relaciones de producción deberán ser parte también de este proceso. En esa línea es imprescindible reforzar y multiplicar los procesos que hoy en día ya se están dando a pequeña escala, generar nuevas dinámicas y combinarlas con la defensa de un sector público expansivo.

La construcción de una hegemonía alternativa es obviamente un proceso a largo plazo y progresivo. En ese sentido, la primacía electoral debe ser un elemento que junto a otros coadyuve en ese proceso, un elemento de apoyo y refuerzo al cambio. Pero no hay que olvidar que la lucha por la hegemonía abertzale y de izquierda (el cambio político y social) requiere de alianzas, bien globales, bien tácticas (por ejemplo contra la LOMCE) con otros movimientos o partidos, o con parte de sus bases sociales. Manteniendo nuestra correcta aspiración a la hegemonía electoral no debemos permitir que se convierta en el objetivo central e interfiera en la lucha por los objetivos estratégicos.

Por ejemplo, es paradójico que la pelea por la hegemonía electoral entre dos fuerzas que se proclaman abertzales esté teniendo como consecuencia un debilitamiento de las vías soberanistas. Ni el PNV ni EH Bildu deben concebir el abertzalismo como un juego de suma 0, aquel en el que lo que gana uno lo pierde el otro. Al margen de la obligada confrontación en temas sociales y de disputar una franja fronteriza de electorado, deberíamos tejer dinámicas conjuntas de construcción nacional y blindar espacios de colaboración mediante «acuerdos de Estado». Igualmente peligroso sería desdeñar en aras de la acumulación cuantitativa la aportación ideológica y cualitativa de los movimientos sociales. No hay una fórmula mágica para resolver todos los problemas. En todos estos temas la cuestión clave es encontrar el equilibrio, al que se debe llegar a través de la reflexión amplia y permanente y del debate democrático en todas las estructuras de la alianza estratégica de la izquierda soberanista.

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