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astelehenekoa | pablo de santis

Contar un secreto

En la literatura hay siempre un culto al secreto y a la revelación: leemos para conocer algo que está callado, para saber algo que está escondido. Contar un cuento es contar un secreto. Pero la novela policial ha puesto este secreto en el corazón de la historia, subordinando todos los otros elementos a esa incógnita central. Todo relato cuenta una historia en presente, que es interrumpida, desbordada, por una historia en pasado; ningún género ha sistematizado tanto este choque entre el presente (la investigación) y el pasado (la historia del crimen) como la novela policial. El modelo clásico de la novela policial comienza con un presente que parece absoluto, pero el crimen y la historia que ha conducido al crimen muestran ese presente como esclavo de un pasado que se empeña en volver.

Bertolt Brecht, aficionado a las novelas policiales, señaló que en este género el pasado de los personajes siempre está mostrado de modo fragmentario, como bajo una luz intermitente (de otra manera se borraría el misterio). Podemos ver que esta exposición fragmentaria, que obedece a una estrategia narrativa, termina por convertirse en una filosofía del género: la literatura policial enseña a ver la dificultad del hombre de nuestro tiempo por ubicar sus propias experiencias en una figura única, en una totalidad.

El gran crítico Jaime Rest observa cómo los géneros literarios forman parte de una resistencia al racionalismo del siglo XIX; el policial, la ciencia ficción, el fantástico, son modos de enfrentar la voluntad de explicar todo que tiene el racionalismo. Aun el género policial, con su exaltación de la razón, deja convivir locura y razón; los detectives, por metódicos que sean sus razonamientos, a menudo parecen comportarse como alucinados. Su inteligencia nunca la pueden aplicar a la vida cotidiana: son solitarios, no tienen familia, son hombres desesperados. A la tradición del policial que comienza con Auguste Dupin, el detective de Poe, podemos agregar la otra tradición secreta, cuyos narradores son locos y criminales, que también debemos a Poe, y que empieza con «El gato negro» y «El corazón delator»: el policial como extravío y pesadilla.

Ya desde Dupin, el narrador no es el detective, es un amigo, un asistente. En uno de sus últimos poemas Borges recuerda sus lecturas de Sherlock Holmes:

«No tiene relaciones, pero no lo abandona/ La devoción del otro que fue su evangelista/ Y que de sus milagros ha dejado la lista./ Vive de modo cómodo: en tercera persona».

Esta es una gran lección del género policial sobre el arte de narrar: el que cuenta la historia no debe ser el que más sabe, el más inteligente, el que posee el método; corresponde mejor a las reglas de la ficción que el narrador sea una especie de hermano del lector, que se asome de a poco a ese mundo que nunca entiende del todo. A cambio de esa eterna pedagogía a la que son sometidos Watson y sus herederos, se les da el poder de la narración: eligen qué decir y qué callar.

© Página 12

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