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Antonio ALVAREZ-SOLíS | Periodista

Violencia y poder

Cuando el nombre Edward Snowden ha vuelto a salir a la luz pública a cuenta de las noticias sobre espionaje americano a buena parte de los gobiernos y políticos europeos, Antonio Alvarez-Solís certifica en este texto la muerte de la cultura capitalista. En su opinión, ha sido precisamente Snowden quien ha firmado el acta de defunción, al proclamar el derecho de las ciudadanías a levantarse contra los poderes «que han convertido a la humanidad en un vesánico campo de concentración».

Permítanme un poco de radicalismo para alegrar la marcha hacia la libertad: la cultura capitalista, con su ética falsificada, ha muerto. Un norteamericano benemérito, el Sr. Edward Snowden, ha firmado el acta de defunción al entregar a la opinión pública los planos de la gran conspiración del espionaje. Con esos planos en la mano, el Sr. Snowden ha proclamado el derecho de las ciudadanías a levantarse contra los poderes que han convertido a la humanidad en un vesánico campo de concentración. Si alguna vez hubo un Abel en el mundo de la burguesía, con su lenguaje para liberar al ser humano de su ignara servidumbre, ha muerto a manos del Caín neocapitalista. Ahora, como hizo el P. Mariana en la España abortada en los siglos XVI y XVII, y culminando la interrogación formulada en su tiempo por el aquinatense, parece ya hora de preguntar de nuevo si «es lícito matar al tirano». Ya sé que el cadáver del neocapitalismo está protegido por la gran bandera del Nobel de la Paz entregado precautoriamente al Sr. Obama; pero la realidad incitante está ahí: en los papeles de la Agencia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos. Esos papeles certifican una política con las entrañas podridas por la agudizada violencia con que es ejercida la política por el gran poder mundial.

De nuevo la gran cuestión de la violencia en el poder. Habrá que echar mano de la geometría para explicar y explicarnos el gran fraude del supuesto liberalismo actual. El poder se envenena en su forma vertical, que es la presente. Ese poder tiende al «Único». En el lenguaje humano ese verticalismo hegeliano es letal para la libertad. El poder vertical alberga la infinita gravedad, la letal atracción propia del agujero negro. Ese poder absorbe todo, aniquila el pródigo festival de las estrellas. Su lenguaje es faccioso. El poder solamente es concebible moralmente desde una óptica horizontal, mediante la que se hace funcionar el lenguaje de la libertad para convertir en realidad la democracia, que ampara sin límites la múltiple manifestación de la vida. El Sr. Snowden acaba de hacer su clara y rotunda invitación a esa libertad que únicamente vive en un sistema de igualdad socioeconómica, modeladora de la conciencia de los individuos.

Ahora comenzará a alzarse contra el americano de la jugada maestra la marea de los servidores del becerro de oro, que no son solo los poderosos, sino quienes, desde su inanidad, necesitan la protección de un poder brutal para alimentar sus neuróticos sueños poblados de fantasmas imposibles. He repasado los periódicos a mi alcance y esos ciudadanos alquilados en su propia alma ya han alzado sus voces de condena contra el Sr. Snowden. Hablan esos ciudadanos de intereses oscuros por parte del exagente de la NSA -insisten en la miserable doctrina de que todo el mundo tiene un precio-; hablan de traición a la patria intangible, ese totem malcarado que exige sacrificios humanos. A su cerebro pequeño no le afecta la sentencia ciceroniana «ubi bene, ibi patria», en donde me siento bien allí está mi patria. La patria de ellos no acoge, es fría, abstracta. No hay en ella bienes generatrices de vida sino literatura cruel en torno a héroes creados en el seno de la muerte. Una patria con un phatos amargo.

Yo no conozco apenas al Sr. Snowden, no tengo más noticias sobre su persona que aquellas que aventan los medios de comunicación. Cosa insuficiente, por tanto; incluso, mala cosa. Los medios de comunicación tienen ahora, mayoritariamente, la misión de incomunicar con el fondo en que yace la verdad. Orbitan en torno a la cumbre de la pirámide. Insisto: mala cosa. Pero si no tengo noticia definitoria de la persona del Sr. Snowden, poseo la palmariedad de su denuncia, tan cierta de contenido, y ahora su invitación al enfrentamiento con el magma volcánico que trata de carbonizarnos. Poseo, pues, la acción clara del Sr. Snowden, que es lo que importa. ¿Supone esa acción traición a la patria? Repito: «ubi bene, ibi patria».

Pero si todo lo ocurrido no fuera suficiente para estimular que hagamos cara a la tormenta, ha sucedido algo que da relieve a mi aversión frente al poder que domina el mundo. Estados Unidos y Alemania estudian un tratado para salvaguardarse del espionaje mutuo, a realizar no solamente en el ámbito político sino respecto al ejercido sobre la ciudadanía en general. Esto último posee una singular importancia. Entre la ancha ciudadanía figuran, como verdadero suelo inconfesado del acuerdo, no únicamente los irrelevantes ciudadanos que pueblan la calle con sus ires y venidas, sino aquellos alemanes con facultades ordenadoras de la economía, personas con disposición de datos protegidos malamente por la legislación de patentes, miembros significativos de sus fuerzas armadas, personalidades que tienen capacidad de liderazgo sobre la opinión pública.

Es decir, Estados Unidos y Alemania negocian su mutua protección como naciones. ¿Y en qué estado de protección quedarán los demás pueblos que soportan el peso superior de la pirámide del poder globalizado? Esos pueblos no interesan; no caben en la presunta ética protectora de los que espían. Asimismo, ¿hasta qué punto esa protección frente al espionaje no dará origen a métodos más sofisticados para seguir haciéndolo? Más aun, ¿no resulta repugnante para la moral que haya de firmarse un acuerdo de tal índole, que implica autodenuncia de infracción mortal en cuanto a los derechos humanos fundamentales? Enfrentados a estos interrogantes, ya no parece quizá tan radical afirmar que la cultura capitalista, alcanzada su etapa actual de neoliberalismo y globalización, ha muerto moralmente y está emponzoñando con sus restos pútridos el aire que respira la humanidad.

El poder y la violencia, en su proyección vertical, forman de modo claro y decisivo una misma y trágica realidad. Ante la existencia de ese poder no es lícito hablar de un mentido respeto a la vida de cada individuo y cada pueblo. La intimidad ha sido destruida terminantemente, con lo que pueblos y ciudadanos quedan deshuesados para elaborar su soberana existencial. El Sr. Snowden ha mostrado a la humanidad en una miserable desnudez. Y eso es gravísimo para unas poblaciones a las que únicamente quedaba su íntimo yo como resto digno de una vida miserablemente intervenida en tantos aspectos. Las más recientes noticias sobre el universal espionaje por parte de la potencia que se ofrece como paradigma de libertad han revelado, ya sin veladura alguna, la sucia red de araña en que se debate la presa. Ante esa realidad cruelísima no vale que nos hablen de protección frente al terrorismo y más bien convierte en certeza la universal sospecha de un juego en que el supuesto protector es posible que constituya el peligro más agudo e ingente.

Parece cada vez más evidente que el poder vertical que hoy maneja el sistema convierte en carnaza al ciudadano para posibilitar la gran jornada de pesca de los poderosos. No queda un rincón donde guarecer la personalidad múltiplemente violada. No hay donde acogerse a sagrado. En tales circunstancias, ¿cabe hablar de progreso? El poder es ya el gran Moloch que penetra todas las estructuras y las oscurece. Bien. El Sr. Snowden ha abierto violentamente la puerta donde se custodiaba el secreto. Seguramente su vida está en peligro, como lo está la vida de todos nosotros. Hay que regresar, pues, a tiempos pasados y rescatar la pregunta que aún no tiene respuesta: ¿es lícito matar al tirano?

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