Por si no teníamos bastantes miedos creados, ahora llega el carné por puntos. En esta sociedad de pánico inducido, donde tememos a la inmigración, que nos viene a quitar «no se sabe qué». Unos dicen que nuestras esencias, otros que nuestras carteras. Preocupados por bandas de albano-kosovares y rumanos que asaltan chalés en la Moraleja sin preguntarnos de dónde ha salido el dinero para comprarlos.
Tenemos el alma en vilo porque vayan a aprobar el derecho de adopción para personas homosexuales, «con lo que eso supone», «un sindiós», ¡dos papás o dos mamás! Como si el hecho de que a uno le guste el culo-manzana más que el culo-pera, o viceversa, le determinara su visión del mundo y de sus gentes. Debe de ser por si es contagioso. ¿Y si lo fuera? ¿Sería algo malo?
Terror a la gripe aviar que nos ataca, «el virus puede mutar». Ni cristo sabe lo que eso significa y el que lo sabe se ríe. Mató más el asco y el tedio que todos los porcinos febriles y las vacas esquizofrénicas que en el mundo han sido.
Hay que vigilar las entradas de los colegios, «gentes sin alma distribuyen droga a nuestros adolescentes». Años y años en la puerta del instituto esperando al hombre de la gabardina que daba caramelos con droga y ¡nada oye! Ni aparecer.
El Estado, ese administrador legal de la muerte, ahora nos protege y nos defiende del vecino convertido en asesino potencial e, incluso, de nosotros mismos. Tabaco, ni en la playa. Guerra a las grasas saturadas, «la obesidad infantil es el gran mal de nuestra sociedad», y la campaña la promueve McDonalds.
Nos venden coches que corren a doscientos cuarenta y dicen que «sólo la puntita», que si no es pecado.
A cinco euros el cubata y luego «el botellón es malo».
¿Qué mecanismo perverso crea esa odiosa necesidad de una autoridad que vele por nosotros? ¿Por qué esa sumisión a las normas? Los argumentos, siempre lugares comunes.
Decía el poeta Paul Eluard que el que no haya llorado todas las noches de su vida por la estupidez del hombre y por los deberes que le dicta la más baja necesidad se tenía que callar. Y denunciaba: «esos acuerdos espantosos creados entre el hombre, sus semejantes y las cosas, el orden, el sentido común, la lógica, el trabajo, la educación, todos los deberes sociales, la escuela, la familia, el ejército, son todas las cadenas que nos sujetan». -