No será tan largo como el Transiberiano, tan lujoso como el Orient Express, ni tan rápido como el Shinkansen nipón, pero el tren al Tíbet, que se inauguró ayer ­llegará el lunes a su destino, 47 horas y 28 minutos después­, está destinado a entrar en el exclusivo club de los «ferrocarriles míticos», los más deseados por los viajeros de todo el mundo.

El nuevo tren ‘‘Qingzang’’ (zang porque es la palabra con la que los chinos denominan al Tíbet) será una perla codiciada por los viajeros pacientes de todo el mundo, esos que disfrutan viendo el paisaje por la ventanilla y no tienen la prisa de los aviones.

Sólo trenes como el Glaciar Express suizo, que recorre los Alpes a través de 291 puentes y 91 túneles, o el Transandino, que llega hasta el mismo Machu Picchu y hasta este año era el más alto del mundo, podrán competir en majestuosidad con el nuevo tren, que ya denominan el «camino del cielo».

¿Qué daría el escritor Paul Theroux, uno de los escritores de libros de viajes más conocidos del mundo, por montar en este nuevo tren?

El novelista viajó en prácticamente todos los trenes importantes de la década de 1980 en China ­algunos todavía iban a vapor­, y lo relató en su libro ‘‘El Gallo de Hierro’’ (1988), pero se quedó con las ganas de usar este vehículo para ir al Tíbet. El autor, que en su libro criticó duramente la China recién salida de la Revolución Cultural, dedicó el último capítulo al Tíbet, único lugar al que tuvo que llegar por carretera, después de días de penoso trayecto en auto en el que su guía casi le dejó abandonado.

Lhasa, destino final del largo periplo de Theroux (que comienza en Londres) es, según se desprende del libro, un lugar mágico, y el único que no decepcionó al viajero estadounidense.

Si el Transiberiano ruso ofrece la oportunidad de cruzar ese país de este a oeste, el ‘‘Qingzang’’ permite ir desde Pekín, en el noreste, a Lhasa, la capital tibetana, en el suroeste.

El periplo, de 48 horas casi justas, es cautivador: desde los 100 metros sobre el nivel del mar de Pekín hasta los más de 4.000 de Lhasa, el viajero cruzará la cuenca del río Amarillo, el Xian de los Guerreros de Terracota, los lugares donde nacen el Yangtsé y el Mekong...

Pero lo mejor es el final del viaje, cruzando más de 500 kilómetros por un suelo que no es otra cosa que hielo perpetuo, y alcanzando una altura a la que por ahora no llega ningún otro tren: 5.072 metros, en el paso de los montes Tanggula.

A estos placeres se une el económico precio de sus billetes: por la clase más barata, llamada «asiento duro», sólo piden 48 dólares, 101 por la segunda categoría («cama dura») y algo más de 150 por la primera clase, o «cama blanda». Quizá los conocedores de los trenes de todo el mundo echarán de menos en el ferrocarril tibetano los lujos del Tren Azul sudafricano, que lleva hasta Ciudad del Cabo en vagones alfombrados, o el Palacio sobre Ruedas que cruza el Rajastán indio desde Nueva Delhi, pero seguro que ofrece una mejor visión de las nubes.

Pero no todo son parabienes. El viernes, activistas pro independencia del Tíbet escalaron la fachada de la Estación de Ferrocarriles del Oeste de Pekín y desplegaron una pancarta en protesta por el nuevo tren. Los seguidores del Dalai Lama también se han mostrado muy críticos con esta infraestructura. Y hasta los bandidos que pueblan esta región salen perdiendo, porque ya no tendrán a quién asaltar. ¿A lo mejor el ferrocarril, emulando al mítico Far West? -

PEKIN