Trazo fino
Carlos GIL
Teatro minimalista cargado de pequeños detalles que van construyendo un mundo, de trazo fino, en ocasiones sutil, siempre transmitiendo la sensación de fragilidad, tanto de los elementos con los que juega el personaje como una suerte de prolongación metafórica sobre la fragilidad de la propia existencia. La vida vista a través de infinitesimales instantes, un mundo encerrado en una caja de música en la que la bailarina es la actriz, su personaje, ese ser silente que se obsesiona con sus objetos de cristal, que escucha música en un viejo tocadiscos, que con unos efectos de luz hace que los caballitos dibujados en una fuente de cristal se proyecten en movimiento.
Una soledad cercada, encerrada, en la que irrumpe un personaje masculino que va pisando los pequeños objetos de cristal diseminados por todo el espacio, que rompe la armonía, que provoca situaciones de choque, que coloca unas músicas que escapan del ambiente previo, pero no dejan de ser acciones insulsas, cotidianas que se convierten en violentas. Todo tratado con un tono de minuciosidad, con un perfil bajo, no hay estridencias, aunque el tipo sea un patoso, aunque fuerce a la mujer a bailar, aunque coma haciendo ruido y le rompa varios objetos de cristal. ¿Otra metáfora? Obvia.
Un trabajo minucioso, menor, sin mayor proyección que el mismo ejercicio de sintetizar de manera muy poco identificable una obra de Tennessee Williams, aquí sin palabras, provocando una sensación placentera en cuanto se nota que existe un regusto en la interpretación, una convicción en sus movimientos.
Es como rescatar un trozo de la realidad, pero quitándole parte de la banda sonora. Con trazo fino, y ritmo muy lento, pausado, para poderse regodear en cada pequeña acción, en un espacio escénico minimalista y una iluminación de precisión. Poco sabemos del teatro checo, y esta visita nos deja un poco descolocados. Es una experimentación en forma de filigrana de baja intensidad.