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Martin Garitano Periodista

Las cuentas del Gran Capitán

Cuentan las crónicas que Fernando el Católico demandó a su Gran Capitán cuentas detalladas de los gastos generados por las campañas de Italia, que tan buenos dividendos le dieron al afanoso monarca. Y que Gonzalo Fernández de Córdoba, en un rasgo de humor extraño en aquellos tiempos y aquellas gentes, le hizo llegar una minuta como la que sigue: «Por picos, palas y azadones, cien millones de ducados, por limosnas para que frailes y monjas rezasen por los españoles, ciento cincuenta mil, por guantes perfumados para que los soldados no oliesen el hedor de la batalla, doscientos millones de ducados, por reponer las campanas averiadas a causa del continuo repicar a victoria, ciento setenta mil ducados... y finalmente, por la paciencia de tener que descender a estas pequeñeces del rey a quien he regalado un reino, cien millones de ducados». Estas son las llamadas «cuentas del Gran Capitán» y se cuentan como expresión irónica de lo exagerado hasta el estrambote.

Parecidas cuentas pudieran hacer Rajoy y su fanfarria con los asistentes a la manifestación del sábado pasado en Madrid y la que protagonizarán el próximo en Iruñea.

Y es que, si las cuentas y la estadística no engañan, en una multitud de dos millones y medio de personas (poco menos que el conjunto de la población de Euskal Herria) durante las cuatro horas que duró el festejo pepero, deberían haber sucedido cosas como las que siguen: Habrían debido producirse del orden de cuarenta fallecimientos por causas naturales o accidentes entre los manifestantes; se deberían haber consumido del orden de treinta kilos de hachís y cinco o seis de cocaína, además de una buena cantidad de pastillas de éxtasis o similares; los casos de malos tratos a la propia pareja no deberían bajar de cuatro, allí mismo, in situ; una docena de menores habrían debido ser ingresados en urgencias por los nocivos efectos del botellón; se habría dado el feliz caso de unos treinta o cuarenta partos y la mala noticia de sesenta o setenta robos con fuerza, o sea a punta de navaja. Todo eso y mucho más debería haber ocurrido si, en verdad, uno de cada veinte ciudadanos del Estado español hubiera estado presente en la exaltación del toro de Osborne. No fue así. Y el sábado que viene, tampoco.

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