Esta superproducción china parece un ensayo general para la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Pekín que va a dirigir Zhang Yimou, cada vez más absorbido por su condición de cineasta oficial, junto a su colega de la quinta generación Chen Kaige, que también ha cosechado un fracaso despilfarrador con la todavía más cara «La promesa». Entre ambos parecen empeñados en representar a la parte más decadente de la industria cinematográfica china, con la salvedad de que se liberan de su megalomanía pasajera mediante oportunos retornos a las películas intimistas que les dieran justa fama en Occidente.

En el caso de Yimou, su previa «La búsqueda» resulta mil veces preferible, en su proverbial modestia, a esta desproporcionada opereta imperial llamada pomposamente «La maldición de la flor dorada». De esteticismo tan recargado como el pesado vestuario que a duras penas arrastran una Gong Li y un Chow Yun-Fat, cuyas actuaciones se pierden en medio de tanto decorado, de tanto colorín y tanto fuego de artificio, no pasa de ser un ejercicio manierista de dudoso gusto, digno de un nuevo rico del cine.

En su afán por recrear el ocaso de la dinastía Tang, el declive formal se apodera por entero del propio Zhang Yimou, cegado ante el lujo y la ostentación embriagadores de un pasado lejano que deriva en fantasía virtual para adictos a los videojuegos. Los elementos identificativos del género nacional wuxia están peor integrados que nunca, dentro de una intriga palaciega salpicada de inadecuadas escenas de un movimiento de masas y unas escenas de acción mal resueltas mediante vulgares efectos digitales. Las artes marciales esta vez no encajan por ningún lado, y es como si Bruce Lee protagonizara una versión imposible de «El rey Lear» o alguna otra tragedia de Shakespeare. Cualquier parecido en ese sentido con el maestro Kurosawa sería pura casualidad, más aún con el impostado toque operístico que le da la omnipresente y excesiva banda sonora compuesta por el japonés Shigeru Umebayashi