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«El violín» aborda la unión entre la guerrilla y la música popular mexicana

La explosión de talento que vive el cine mexicano estalla con «El violín", una película de bajo presupuesto en blanco y negro galardonada en los festivales internacionales de Cannes, Donostia, Miami o Huelva, así como en los premios nacionales Ariel. Al debutante Francisco Vargas se debe el descubrimiento del octogenario músico Don Ángel Tavira.

Mikel INSAUSTI | DONOSTIA

Viendo una película tan auténtica, tan llena de verdad como «El violín», cabe preguntarse por lo estéril del debate que se viene dando en el mundo desarrollado sobre la conexión entre la música y el compromiso político. La película de Francisco Vargas lleva dicha relación a su origen, porque es en su estado natural donde adquieren sentido las manifestaciones populares que surgen de la defensa de la identidad de una cultura y de la lucha por su libertad. La cada vez más gastada expresión «música de raíces» cobra en «El violín» toda su razón de ser, en cuanto que va referida a la tradición musical y oral que se transmite de generación en generación, pero no en función de una simple y cerrada dinámica familiar de tipo endogámico, sino gracias a un activismo que, dentro de la conflictividad social latinoamericana, ha jugado un papel decisivo. La opresión sufrida por el campesinado es la que da lugar a los levantamientos armados, un caldo de cultivo para que el instrumento musical y el fusil sean la doble extensión del músico guerrillero, figura heroica que no procede de ningún cómic reciente, por pertenecer a una histórica realidad artística y combativa que se extiende desde los tiempos de Zapata hasta nuestros días, y a la que Francisco Vargas quiere rendir homenaje.

El tema de la simbiosis entre música y lucha política presenta en México unas connotaciones propias que están reflejadas convenientemente en «El violín», aunque Francisco Vargas no ha querido mostrarlas de forma aislada, fuera del conjunto centroamericano. Es una situación que se viene dando en diferentes puntos a lo largo de las épocas, por lo que el cineasta ha preferido hacer un relato intemporal y con una localización imprecisa. Es un medio muy adecuado para reforzar la esencia de la música como lenguaje universal, que resulta permeable incluso a las diferencias de clase y a la división entre el ejército represor y la población civil atacada. El sentimiento musical une a representantes de los bandos enfrentados, claro que algo así sucede por la labor de mediación que pone en práctica el anciano violinista callejero que colabora con la guerrilla, sabedor de que la música amansa a las fieras. La única forma de mantener a raya al enemigo es hacer sonar su violín con viejas melodías populares, las cuales consiguen embriagar al capitán del destacamento que ha tomado su aldea, a fin de ganar tiempo para ver el modo de recuperar el armamento que los militares les han requisado.

En paralelo a la batalla metafórica que libra «El violín» hay otra guerra que ha vencido para el cine mexicano, a partir de su presentación en esa cantera de proyectos para las producciones pobres que es Cine en Construcción. El momento triunfal por el que atraviesa la cinematografía azteca, con los éxitos internacionales de Del Toro, Cuarón o Iñárritu, no se debe en ningún caso a una labor oficial. Los problemas de la industria mexicana continúan siendo endémicos, y lo que ha habido es una contagiosa explosión de talento, que ha sabido aprovechar las posibilidades de reducir costes que ofrecen los medios técnicos actuales, justo los que no existían cuando Buñuel contaba única y exclusivamente con su genial inventiva. El caso de Francisco Vargas es un buen ejemplo de un trabajo hecho al límite de las posibilidades materiales a su alcance, comenzado en formato documental. El cineasta tuvo un contacto inicial con el músico octogenario Ángel Tavira en la película «Tierra caliente... se mueren los que la mueven», dedicada a recoger documentalmente la labor de conservación musical llevada a cabo por el violinista manco en su estado de guerrero. De ahí deriva la consiguiente ficción y esta ópera prima que ha cautivado allí donde se ha proyectado, con una de las listas de premios internacionales más largas que se conozcan.

Ángel Tavira es un personaje en sí mismo, a pesar de que en la película responde al nombre ficticio de Don Plutarco. Desciende de una estirpe de músicos tradicionales que se remonta a su abuelo Bartolo Tavira, quien vivió a finales del siglo XIX. Toca el violín desde la más tierna niñez, lo que le ha permitido llegar a ser un virtuoso del instrumento pese a que de adolescente perdió la mano derecha, sin que el accidente le impidiera seguir tocando. Su autodidactismo no le impidió pasar por el conservatorio a los sesenta años, para dominar la escritura de partituras y poder salvar las antiguas melodías populares aprendidas de oído. Un legado que, en la familia, ha quedado plasmado en la formación del grupo Hermanos Tavira Band, dándose la circunstancia de que quien compone la banda sonora de «El violín» es su ahijado, Cuauhtémoc Tavira. Resulta curioso que el reconocimiento le haya llegado al patriarca don Ángel a través del cine, cuando el pasado año en el Festival de Cannes, dentro de la sección «Una Cierta Mirada», recibía el premio de Mejor Actor. La de la interpretación sería, de cualquier modo, una de las tantas facetas de su completa personalidad dado el conocimiento que acumula habiendo ejercido, entre otras muchas profesiones, la de la enseñanza. Un enorme bagaje cultural que traslada a la pantalla, aportando, de paso, el naturalismo de su presencia no impostada. En lugar de decir unos diálogos de manera convencional en base a un guión dramático, lo que hace es utilizar frases populares y letras de canciones, en un ejercicio de sabiduría popular de lo más enriquecedor.

Utiliza siempre las palabras precisas, desde la experiencia del músico que comprende a la perfección la significación del silencio, de una presencia ambiental poderosa a lo largo de la película. Las notas de su violín brotan justamente de los sobrecogedores sonidos salvajes que definen las zonas boscosas en que se esconde la guerrilla, en una armonía grandiosa.

DOBLE EXTENSIÓN

La opresión sufrida por el campesinado es la que da lugar a los levantamientos armados, un caldo de cultivo para que el instrumento musical y el fusil sean la doble extensión del músico guerrillero, figura a la que Francisco Vargas quiere rendir homenaje mediante el film.

Estreno

Dirección y guión: Francisco Vargas Quevedo.

Fotografía: Francisco Vargas Quevedo.

Música: Cuauhtémoc Tavira y Aramando Rosas.

Intérpretes: Don Ángel Tavira, Dagoberto Gama, Gerardo Taracena, Mario Garibaldi, Fermin Martínez.

País: México, 2005.

Duración: 98 minutos.

Género: Drama político.

«Es una protesta por el México escondido, la de unas voces ahogadas que toman las armas"

Es una película de encuentros y de música, ¿qué le inspiró para escribir «El Violín»?

Tenía ganas de escribir un guión sobre la realidad oculta de México, sobre los que Luis Buñuel llamó «Los olvidados». Para hacerse oír, esas voces recurren incluso a las armas. Me inspiró una novela de Carlos Prieto, donde narra las aventuras de un violonchelista; va cada día al campamento enemigo para tocar el violonchelo que le confiscaron hasta conseguir que se lo devuelvan. Me marcó. Recordé toda la literatura en la que la música y la guerra entran en un peligroso juego dialéctico.

¿Diría que hace referencia a una actualidad política?

Es una protesta por el México escondido, la de unas voces ahogadas que acaban por tomar las armas para hacerse oír. Plantea preguntas que se han quedado sin respuestas. Es increíble que, a menos de un mes de las elecciones presidenciales, la violación de los derechos humanos, la marginalidad, la miseria de millones de personas, la represión armada, la carencia de democracia o de justicia social sean los temas ausentes de los discursos políticos.

Para definir la guerrilla insiste en las voces ahogadas. ¿Realizaron un trabajo específico con el sonido?

Enfoqué el diseño del sonido hacia un empobrecimiento progresivo para marcar un crescendo muy sensible desde el silencio hasta la música. El espectador escucha el espesor del silencio de los oprimidos, la pesada amenaza de las armas de los militares.

¿Quiso que el juego interpretativo de los actores reforzara ese realismo cercano al documental?

Siempre quise que se tuviera la sensación de estar en una realidad documental. Me esforcé en crear ambientes realistas y decidí trabajar con actores no profesionales, gente de las comunidades indígenas. Don Ángel Tavira, el protagonista, no es un actor profesional, pero fue un auténtico descubrimiento: músico popular, virtuoso del violín, empresario, hombre sensible... actor nato.

¿Cómo obtuvo el tono narrativo de la interpretación?

Quise que se mantuviera la simpleza de los diálogos. El profundo conocimiento de los actores sobre los lugares donde rodábamos prestaba a sus actitudes y diálogos un realismo crucial para la película. GARA

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