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Asumir que el conflicto es netamente político

La información publicada por GARA sobre los encuentros y relaciones habidas entre partidos políticos, especialmente entre el PSOE y Batasuna, ha tomado un lugar destacado en la campaña. Al margen de las valoraciones y manifestaciones interesadas, la conclusión parece clara: el PSOE asumió antes del alto el fuego el carácter político del conflicto, pero ahora se resiste a darle una solución del mismo tenor.El PSOE no niega al PP la razón en el fondo de las cuestiones -por ejemplo, le reconoce que no debe pagarse eso que llaman «precio político»-, sino que se limita a desmentir las acusaciones del heredero de Aznar.

Iñaki Altuna

Resulta muy significativo que, cada vez que se conocen informaciones o precisiones sobre cómo se ha gestado la posibilidad de un proceso político de resolución del conflicto, el Gobierno español se vea en un auténtico brete. Esos apuros, habrá que convenir, son directamente proporcionales a su posición pública casi siempre en contra de los principios que debieran regir un proceso de este tipo. Si se promueven o no se combaten posiciones contrarias a la negociación con ETA, al carácter político del acuerdo a alcanzar entre las fuerzas vascas, al derecho de participación de todas las opciones, a la capacidad de decisión de la ciudadanía vasca, a la posibilidad de modificar el status de todos los territorios vascos -incluida Nafarroa- o al cambio de la cruel política penitenciaria, es difícil alimentar positivamente el camino de la solución o crear, en la sociedad española, la pedagogía política y social suficiente para ello.

La ofensiva del PP encuentra ahí su caldo de cultivo, pues el PSOE no le niega la razón en el fondo de las cuestiones -le reconoce que no debe pagarse eso que llaman «precio político», que la antidemocrática Ley de Partidos tiene plena vigencia y que los resortes represivos tienen que permanecer inmutables-, sino que se limita a desmentir las acusaciones del heredero de Aznar, quien le echa en cara incumplir dichos presupuestos.

Una ofensiva la del PP que tiene como objetivo, qué duda cabe, reconquistar La Moncloa sin bajarse del caballo que se le desbocó el 11-M, cegado por la quimera de poder acabar con el independentismo vasco. De esta forma se pueden comprender todos las acciones que desde la declaración de alto el fuego permanente ha llevado a cabo el partido ultraconservador en primera persona o utilizando otras estructuras, como la movilizada AVT. La ofensiva final la han planteado, lógicamente, para estos meses preelectorales, y a tal objeto han utilizado de forma incansable cada circunstancia susceptible de convertirse en ariete contra Rodríguez Zapatero, especialmente la salida de prisión y su traslado a un hospital vasco del preso Iñaki de Juana Chaos. La manifestación de marzo en Madrid supuso la máxima expresión de esa ofensiva, con la vista puesta en la cita con las urnas del próximo domingo y, en última instancia, en la convocatoria de los comicios generales de principios del año que viene.

Sin embargo, hay quien dice que, tras aquel momento de máximo apogeo de la diatriba de Rajoy, Acebes y Zaplana, Rodríguez Zapatero ha logrado mantener ventaja y amortizar las embestidas más duras. Cierta o no, está lectura no garantiza nada al PSOE: ni que el PP vaya a desistir en su estrategia de acoso y derribo, ni que su inacción para responder convenientemente al reto de la paz y la normalización no le depare situaciones de riesgo y de mayor desgaste.

Como aquel que se queda mirando al dedo cuando alguien le señala la luna, cada cual ha intentado hacer su propio uso de la información de GARA sobre las reuniones entre PSOE y Batasuna. Más allá, la noticia difundida anteayer por este diario mostraba que un proceso que quiera llegar a buen puerto no se construye en el aire. Nadie puede pensar que la posibilidad de configurar una mesa de partidos o el alto el fuego de ETA cayeron del cielo. Hasta quienes hoy se muestran indignados saben perfectamente que no podía ser de una forma muy distinta a la descrita en estas pá- ginas. Suponer que una mañana Jesús Eguiguren, Arnaldo Otegi o Josu Jon Imaz se levantaron con la idea de que podría constituirse un foro de partidos, o que ETA decidió en una tarde, sin contacto o negociación alguna, decretar un alto el fuego permanente resulta, simple y llanamente, una majadería.

Lo sustancial de todas esas reuniones no fue otra cosa que las bases que se fijaron para poder avanzar en una etapa de negociación y acuerdo de resolución. Por lo que ahora sabemos, el contraste entre lo que se habló y estableció antes del alto el fuego y lo que realmente ha realizado después el Gobierno del PSOE, con la ayuda del PNV, explica por qué el tan traído y llevado proceso cayó en una situación de bloqueo en pocos meses. Sin cumplimentar las garantías para propiciar una situación de distensión bilateral y respetar la actuación política de la izquierda abertzale, la demora en entablar el diálogo político, primero, y la negativa a suscribir un acuerdo que encarrilara la mesa de partidos, después, hicieron encallar el proceso, pese a que Rodríguez Zapatero, a la vez que se jactaba de moverse menos que Aznar en la anterior tregua, decía que las cosas iban relativamente bien.

El atentado de la T-4 de Barajas pilló con el paso cambiado al Ejecutivo, seguramente no tanto porque no contemplase la posibilidad de algún tipo de intervención de ETA, sino por la magnitud de ésta. Todavía hoy casi nadie hace lecturas sobre aquella acción, que no puede calificarse sólo de una respuesta puntual a los ataques represivos del Estado. Seguramente, la acción de Barajas tuvo mucho más que ver con la valoración que ETA hacía del conjunto del desarrollo del proceso.

Por la forma de ejecutarlo, sin que existiera un anuncio de antemano de final del alto el fuego, y por lo dicho después por la propia ETA, cabe deducir que aquel atentado tampoco se diseñó para certificar el final de un camino. Ni el mismísimo Rodríguez Zapatero lo entendió así, ya que al principio habló sólo de suspensión del proceso de diálogo, aunque después la enorme presión hizo que diferentes responsables gubernamentales lo diesen por roto.

Posteriormente, al parecer, también han existido movimientos, contactos e iniciativas. Entre estas últimas, la izquierda abertzale ha propuesto un estatuto de cuatro herrialdes con derecho de decisión que serviría de pilar político con el que superar el conflicto en su vertiente violenta y pasar a un nuevo estadio. Las fuerzas a las que ha ido dirigida la proposición, PSOE y PNV, prefieren hacer oídos sordos y limitarse a exigir un pronunciamiento inequívoco de abandono de la lucha armada de ETA. Se entiende que así, por omisión, están respondiendo ya a la propuesta, de forma negativa, claro está. La eluden, dirán que porque lo pri- mero es condenar la violencia, aunque la razón bien pudiera ser otra: hincarle el diente supondría abordar el conflicto de forma netamente política, algo que ya hizo el PSOE cuando comenzó este camino y que ahora, cuando ha llegado la hora darle solución en esos términos, se niega a asumir.

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