Un penalti ante el Recife sirvió a Romario para culminar su mayor sueño, ése por el que ha dilatado su carrera en equipos de tercera fila: conseguir los 1.000 goles con los que tener un elemento comparativo para que su nombre sea recordado al lado del de Pelé. Su obsesión le costó la expulsión del Fluminense en 2004, después de intercambiar varios insultos con su entrenador, Alexandre Gama, quien no avaló semejante osadía.

Baixinho, un delantero de una eficacia supina delante de la portería contraria, que fue calificado en su día por Jorge Valdano como «un jugador de dibujos animados», se mostró orgulloso por haber logrado llegar a esos guarismos, pero aún está lejos de la que consiguió O Rei, quien aseguró haber marcado 1.282 tantos, y del registro del prácticamente olvidado Arthur Friendenreich, brasileño a quien se le atribuyen 1.329 goles entre las décadas de los años 20 y los 40.

Sin duda, 1994 fue el mejor año de la carrera de Romario, cuando lideró a la canarinha para hacerse con el Mundial de 1994, por el reconocimiento de la FIFA calificándole como el mejor jugador de la temporada y por proclamarse pichichi de la Liga española, con 30 goles, que ayudaron al Barcelona a ganar el título.

Su eficacia frente a la portería, la verticalidad de su juego siempre orientado al gol, y su habilidad y velocidad en la conducción del balón fueron sus señas de identidad en el terreno de juego, pero como casi todos los genios, su leyenda aumentó fuera de los estadios.

Y es que, la genialidad de Romario con el balón para muchos no sirvió para compensar sus excesos nocturnos, su indisciplina y su lengua larga, que le enfrentaron con compañeros, entrenadores, presidentes de sus equipos y hasta con leyendas como Zico o Pelé.

Para el Baixinho, salir de fiesta por la noche con bellas mujeres era la garantía de un buen rendimiento en el campo al día siguiente. Eso sí, en los partidos, ya que los entrenamientos no eran plato de su gusto y su rendimiento en ellos le causó muchas broncas.