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Gontzal Uriarte Gómez Profesor y Licenciado en Antropología

¿En nombre de qué progreso?

Este modelo deslocalizado trae consigo un continuo vaivén de camiones, convirtiendo las carreteras en auténticos almacenes

La consejera de transportes, Nuria López de Gereñu, afirmaba, grosso modo, en su discurso el primero de junio en Durango que «el progreso es siempre mal entendido por la ciudadanía en el momento de su implantación», pero que, «sin embargo, sus frutos son reconocidos con el tiempo». Si bien, tras el frío recibimiento del encadenamiento en las vías del tren y las concentraciones de Euba y Du- rango, la consejera tuvo capacidad de integrar las protestas de antaño y la actual (contra la Línea de Alta Velocidad) en un discurso favorable a un progreso desarrollista de innumerables impactos para Euskal Herria. Empero, su lectura en cuanto a la oposición al progreso es tramposa, confusa y paternalista, infantilizando, así, los argumentos populares contrarios al proyecto. Su actitud desafía la voluntad popular.

El problema de la señora Gereñu es que la ciudadanía empieza a hartarse de oír hablar de progreso y de sus ingentes gastos públicos, cuando después de 125 años, desde aquella inauguración de la línea de ferrocarril Bilbao-Durango, el pueblo continúa llegando apretadamente a fin de mes, con hipotecas impagables, con un aire cada vez más irrespirable y una seguridad social, educación pública y sanidad en continuo declive. Después de 125 años el progreso continúa siendo siempre para los mismos. Sin embargo, pretenden que este cementazo lo paguemos entre todos y todas. Tendremos dos hipotecas, una privada (vivienda) y otra pública (TAV).

Montados en la utopía del progreso cabalgan libres los poderosos y se postra vasallo el pueblo deslumbrado por sus avances y estandartes. El progreso es, pues, argumento ampliamente utilizado para justificar este tipo de megaproyectos, pero sin ningún fondo argumentativo que solucione nuestras preocupaciones sociales, económicas y medioambientales. Es más, su divino progreso no hace más que agravar la actual situación de insostenibilidad. A pesar de esto, la única receta económica de los gobiernos vasco y español es inflar la burbuja del hormigón, haciendo oídos sordos a las advertencias europeas.

Actualmente para la construcción de un automóvil se subcontrata una empresa para mecanizar una pieza en el país A, otra en el país B, otra en el país C, otra en el país... y se monta en el H. Una vez montado, se envía al país Y para recibir el sello de calidad en el país Z, y posteriormente repartir la producción por A, B, R... Y y Z. Este modelo económico deslocalizado trae consigo un continuo vaivén de camiones, convirtiendo las carreteras en auténticos almacenes. Euskal Herria sufre este desastre organizativo directamente, puesto que su territorio es clave para la articulación del transporte de mercancías en el arco atlántico. Según Bermejo, «la Comunidad Autónoma Vasca duplica la densidad de terreno dedicada a infraestructuras de transporte de Europa y Estados Unidos» sin contar con la cons- trucción de la Supersur, la Eibar-Gasteiz, Durango-Beasain y la Línea de Alta Velocidad. Un modelo económico que convierte nuestro país en una gran carretera, mientras la economía de la clase obrera se sume en la precariedad laboral y la amenaza de despido y cierre.

Es necesario que la ciudadanía resista a los dictados de un «progreso» inútil, precario, caro, insolidario, estresante, elitista y destructor de la naturaleza y se revele contra esta imposición del hormigón adornada de txistu y tamboril. Reivindiquemos nuestro derecho a decidir cómo y a que dedicamos la tierra de nuestros valles y montañas.

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