La gran aventura
«El mundo en sus manos»
El mejor antídoto para descargar la tensión acumulada por la sucesión de mediocres estrenos con que nos castiga la cartelera comercial actual es volver a gozar con una irrepetible obra maestra del cine de aventuras como «El mundo en sus manos», todo lo ingenua que se quiera, pero entretenida como ninguna otra. Cuanto más pasa el tiempo más se agiganta la figura de Raoul Walsh, que no deja de ser un artesano de la época de los grandes estudios de Hollywood dotado, eso sí, de un instinto salvaje para la narrativa de acción en estado puro. La emocionante y espectacular secuencia de la apuesta entre las dos goletas no ha sido superada, a pesar de los medios técnicos de que se disponen ahora para el rodaje de peligrosas escenas en alta mar. El secreto está en que Walsh todavía poseía una visión romántica de la competición que era sincera, y que después ya ha ido desapareciendo a marchas aceleradas. Pero una película tan vibrante como «El mundo en sus manos» no nace de la nada, y a la portentosa dirección hay que unir el intrincado guión de Borden Chase, que hizo maravillas con una novela de Rex Beach escrita al estilo de Jack London. Describía la increíble peripecia del hombre que quiso comprar Alaska a los rusos a mediados del siglo XIX, dentro de un contexto histórico nutrido en la ficción por los relatos de piratas y de cazadores, además de la obligada historia de amor sin la cual el héroe nunca sería lo mismo. Punto en el que el reparto no podía fallar, con un Gregory Peck impecable espoleado por la sana rivalidad con Anthony Quinn, quien enriqueció la galería de malvados ilustres con su antológica composición del Portugués. Ambos serán redimidos por Ann Blyth, dispuesta a sacrificar su felicidad por salvarles de una segura condena. Menos mal que la sangre no llega al río, en este caso al mar, por obra y gracia de un final feliz perfectamente resuelto y de forma tan liberadora para los personajes como convincente.