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Un test para comprobar que la política migratoria no guarda parentesco con la democracia

La Asamblea Nacional francesa aprobó con nocturnidad, en un hemiciclo del que desertó gran parte de los parlamentarios de la oposición, una nueva reforma de la ley de inmigración, tendente a hacer aún más difícil que los trabajadores de origen extranjero puedan vivir con sus familias. La reforma se adoptaba, el jueves, por el trámite de urgencia. El Gobierno de derecha tiene prisa en dotarse de un nuevo instrumento a fin de poder cumplir con más facilidad su promesa de expulsar a 25.000 ciudadanos «sin papeles» de aquí a finales de año. Un reto al que Nicolas Sarkozy no quiere renunciar por mucho que desde las organizaciones de solidaridad se alerte sobre las graves consecuencias de las nuevas disposiciones legales para miles de personas que llevan años trabajando en el Estado francés, única patria conocida en muchos casos para sus hijos e hijas.

Esas denuncias no impidieron que Sarkozy acelerara en agosto el proceso de expulsiones, ni va a obstaculizar su propósito de servirse incluso de análisis de ADN para tratar de poner trabas añadidas al reagrupamiento familiar. Los análisis genéticos, que según la legislación francesa sólo pueden utilizarse por orden judicial o por motivos médico-científicos, siempre bajo estricta autorización de la persona sometida a los mismos, se convierten en un sistema detector (¿delator?) con el que el Gobierno francés pretende asegurarse de que los niños a los que se amenaza de expulsión o se retiene durante años lejos de sus padres son, efectivamente, «sangre de la sangre» de quien los solicita. En la Europa que guarda en su historia oscuros pasajes de persecución por causa de origen, de religión o de credo ideológico, se restablecen las «pruebas de sangre». El enorme agravio a los derechos más elementales y a la dignidad humana que acompaña al proyecto de someter a test de ADN a ciudadanos que trabajan y pagan sus impuestos a la República estuvo a punto de provocar deserciones incluso en la bancada conservadora. Al final se incorporaron algunas cláusulas sobre el carácter voluntario de la prueba y la limitación de su aplicación en función de los países de origen. Fallido intento de aliviar, con un mal ambientador, el nauseabundo hedor que provoca esta «caza al inmigrante» con la que Sarkozy despista miedos inoculados previamente a su electorado. Un electorado que, por cierto, no se librará de pagar las consecuencias de la voladura del modelo de protección social que también prepara este gobierno.

La familia africana

Por si no fuera poco sortear el sistema de cuotas, un ciudadano que quiera establecerse en el Estado francés deberá pasar un examen en el que acredite conocimiento del idioma y de los valores de la República francesa. ¿Se imaginan a esos países, tan soberanos como Francia, exigiendo medidas semejantes a los empresarios que acuden a ellos para continuar, bajo el pabellón de la cooperación al desarrollo, con la obtención de beneficio a bajo costo que fue ley durante la invasión colonial de esos territorios? Francia suspendería el examen, porque la colonización africana no ha dejado poso alguno de sabiduría en las arcas de la República, que legisla sobre los nexos filiales sin conocer las peculiaridades de la convivencia comunitaria en África. En la mayoría de los países africanos hijos, hermanos, primos... permanecen en el núcleo familiar más allá de que se mantenga las relación de pareja o ésta desaparezca por motivos de fallecimiento, divorcio o nuevo matrimonio. No es el lazo de sangre el único soporte de esa construcción familiar, sino más bien la necesidad de mutuo apoyo y la solidaridad. La acogida es una práctica habitual.

¿Cómo encaja esa noción de familia en los test de Sarkozy? Simplemente no encaja. Mientras los diputados franceses aprobaban una ley ominosa -pero ante la que la Unión Europea permanece muda-, en una prisión para extranjeros bautizada eufemísticamente como «zona de espera» permanecía encerrado un niño de 9 años de edad. Alfoussène esperaba a ser embarcado en un avión que lo devolviera a un país, Mali, en el que no le aguarda nadie. Sus padres trabajan en París desde hace cerca de diez años. Sus hermanos y hermanas han nacido en el Estado francés. El niño ha sido criado en Costa de Marfil por una abuela que, por enfermedad, ya no puede hacerse cargo de él. Tras años de vana espera, el pasado setiembre sus padres trataron de reunirse con él a cualquier precio. Utilizaron documentos falsos que fueron detectados nada más aterrizar el avión que le llevó de Bamako a París. El 18 de setiembre, Alfoussène se convirtió en el preso más joven de la fraternal, libre e igualitaria República francesa. Su historia no cuenta, como tampoco la del ciudadano rumano que murió en Castelló en un acto de desesperación por no poder ni trabajar en el Estado español ni regresar a su país. Miles de personas están atrapadas en una gran «zona de espera» llamada Europa. Si Bruselas se sometiera a un test descubriría que su política migratoria no guarda parentesco alguno con los valores de libertad y democracia que animaron a los padres fundadores de la Unión Europea.

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