Antton Morcillo Licenciado en Historia
Luz de navajas
La guerra intestina del PNV viene, como las teleseries, con nuevos capítulos para el inicio de temporada. Tras el verano, el curso político ha comenzado, sobre todo, con nuevos episodios de la vieja lucha por el poder que lleva librando el aparato peneuvista desde el final de la era Arzallus.
La crisis, como tal, comenzó al final de la última legislatura de Ardanza, hace ya 10 años, tras el fracaso de la política impulsada desde 1986 de acuerdos estratégicos con PSOE y PP para cerrar el paso a la izquierda abertzale, y en general para neutralizar los conflictos sociales que amenazaban con desestabilizar el débil entramado institucional de la autonomía.
Así las cosas, el sistema de colaboración estratégica PNV-Estado pervivió mientras los intereses de aquel estuvieron a salvo; pero como se ha comentado, hacia el año 96-97, con Aznar ya en la Moncloa, desde el Gobierno español pensaron que el PNV ya era prescindible y que era factible un liderazgo institucional y social del españolismo en Euskal Herria sin ningún tipo de concesiones al autonomismo.
Como siempre que el PNV ve en riesgo el chiringuito montado al amparo del Estado de las autonomías, la reacción fue inmediata. Para entonces, tanto la izquierda abertzale como el sindicato ELA habían madurado las posibilidades de la unidad de acción abertzale para conformar un frente soberanista que forzara a los estados español y francés al reconocimiento político de Euskal Herria.
En aquel momento, la dirigencia jelkide puso punto y final al Pacto de Ajuria-Enea, y la vía del Acuerdo de Lizarra comenzaba a hacerse sitio.
La imposibilidad de acuerdos con el PP y la línea errática del PSOE no dejaban mucho margen a los escépticos con Lizarra, que esperaron mejor momento para recuperar la línea histórica de colaboración con Madrid. Además, un argumento de peso que neutralizó las posiciones del búnker vizcaino fue que el Estado se avendría a un nuevo acuerdo con mejores condiciones, si a cambio se le ofrecía la desactivación de ETA a través de la pista de aterrizaje de Lizarra.
Al margen de las desavenencias de algunos notables, conscientes del riesgo que tenía la jugada, la apuesta por la colaboración abertzale fue general mientras no implicara cuestiones prácticas. Conforme Lizarra iba tomando forma y los acuerdos con la izquierda abertzale se concretaban, fueron creciendo los problemas hasta el punto de inflexión en el proceso que supusieron las elecciones municipales de 1999. Entonces se dieron cuenta de que la estrategia soberanista estaba cambiando la correlación de fuerzas, no con respecto al Estado, sino dentro del propio espacio abertzale a favor de Herri Batasuna.
Entonces, en el interior del PNV se produjo una reacción contra el sector que más se había implicado en la colaboración con la izquierda abertzale, demandándole la ruptura de acuerdos. El bloqueo interno del PNV trajo como consecuencia el bloqueo de Lizarra al que ETA respondió con la ruptura de la tregua.
El final de la tregua desactivó el mito de Lizarra igual a pista de aterrizaje y el Gobierno de Aznar, con el apoyo del PSOE, se lanzó a pedir las cabezas de los traidores del PNV. Así pues, aquel cambio de rumbo de 1996 para preservar el chiringuito lo había dejado todavía en peor situación.
Los dirigentes jeltzales que habían apostado por el Acuerdo de Lizarra se apremiaron a aguantar el chaparrón externo e interno. El primero vino en forma de elecciones anticipadas al Parlamento de Gasteiz, bien gestionadas, que se saldó con los mejores resultados obtenidos nunca por el PNV y los peores de la izquierda abertzale. El final del ciclo de Lizarra resituó la correlación de fuerzas del espacio abertzale a favor del PNV.
El inesperado gancho de Ibarretxe calmó las aguas internas y los cuchillos afilados durante meses, nuevamente guardados, aunque por muy poco tiempo.
Los 600.000 votos tenían un dilema: ¿eran para la confrontación política con el Estado o debían servir para recuperar la histórica posición colaboracionista con Madrid? Esta segunda posición estuvo desactivada, en tanto en cuanto Aznar, inflexible y vengativo, no dejaba lugar para la colaboración hasta que no rodaran cabezas entre la dirigencia jelkide.
Es por ello que en la cúpula, sin línea estratégica definida pero con la izquierda abertzale en proceso de ilegalización, se dedicaron a hacer diversión política con el Plan Ibarretxe esperando que los tiempos cambiaran. No obstante, el tiempo iba pasando, nada presagiaba cambios en Madrid y el búnker de Bizkaia se iba poniendo nervioso. En el otoño de 2003, aprovechando las elecciones internas y la retirada de Arzallus, las traseras de las puertas de Sabin Etxea se llenaron de afilados cuchillos.
La pugna Egibar-aparato de Bizkaia, con Imaz de ariete, se libró batzoki a batzoki, toda vez que la conspiración de Juaristi contra su mentor fracasó en Gipuzkoa. En el cuerpo a cuerpo ganó el de Andoain, aunque no fue suficiente para perforar el blindaje electoral de los vizcainos. Ellos, paradójicamente contando -o comprando-, las voluntades de la insignificante organización navarra, se impusieron en el resultado final, e incluso el que había sido venerado presidente durante casi veinte años fue literalmente desalojado de su despacho por los vencedores.
Pero con la victoria del sector que encabeza Urkullu no se zanjó la división. Todo lo contrario. Por un lado, la victoria moral fue del sector de Egibar, lo que le ha permitido seguir manteniendo una posición política. Por otro lado, Imaz creyó que ser el electo es igual que ser el elegido, y ya sabemos que de ser el elegido a ser el profeta hay poco.
En un clima de enfrentamiento abierto, Josu Jon se ha dedicado al misticismo, desbarrando lo inimaginable para la imaginería peneuvista. Su dimisión in pectore es lo más razonable para todos: para unos, porque en la interminable partida de ajedrez que se libra en el PNV es un peón que cae; para otros, porque así evitan patear un peligroso avispero que acabe por quitarles de en medio. Para todos, la guerra de posiciones continúa.