Pablo Antoñana Escritor
Desenterramiento
Hoy voy a recordar los desenterramientos de las fosas comunes, de quienes recibieron tiro en la nuca al amanecer, sacados de sus casas, de camino hacia la muerte, que ignoraban. Lo ocurrido entonces no es, no debe ser, lo del «aquello ya pasó», «hay que olvidar», cuando todavía quedan rescoldos sin apagar pidiendo justa reparación. No sirve lo que dicen quienes tienen dos varas de medir y quieren olvidar los fusilamientos de 3.300 navarros, y en palabras de Mola, «para escarmiento», «hay que dejar la retaguardia limpia». Siempre los de siempre tuvieron como dogma «el pensamiento único»: todos piensen igual para que nadie piense, la paz (la suya) y el orden (el suyo) conformados por «la injusticia antes que el desorden». En el XIX hubo las «partidas del trueno» y en la Barcelona de principios del XX las «partidas de la porra». Palo y tente tieso, la letra con sangre entra, mano dura, el que no está conmigo está contra mí, la verdad está con nosotros, con los otros la mentira, hoy, tolerancia cero. Por ello la gran matanza, la dispersión, o tiroteada la intelectualidad de «pensamiento crítico», que gozaba de prestigio y era escuchada en el mundo conocido. Los historiadores sacan hoy a la luz aquella barbarie, y yo encuentro en mis notas un episodio del que fui testigo. Los hijos de los fusilados están rescatando de la tierra a sus muertos y voy a relatar lo que vi como testigo el día 27 de febrero de 1979, sin añadir pormenor ocioso. Aportaré lo que recogieron mis notas ese día, y que hoy lo pongo a disposición de quien me lea. Copio el apunte:
El cementerio tiene un aire romántico que le ha dado el paso de los años, el portalón de piedra labrada, la puerta de madera carcomida, herrada, con postiguillo de reja. Dentro, guardando «renque», cinco mausoleos antiguos, ya sin uso, donde enterraron a gentes «de posibles» y con inscripciones curiosas «soy de la casa Apecechea, bienaventurados los que mueren en gracia de Dios. 1854». La hierba viste las tapias, los rosales silvestres abotonados, un viejo olmo desnudo, ese olor penetrante, a podrido, que deja los rastros de la muerte. Cercano un corral de ovejas, el tafo nauseabundo que impregna el aire, los cielos tienen color de panza de burro, es invierno, frío y ventoso, un gran silencio, espeso, sólido, dentro de cuyo cobijo, los golpes de una pala, lo cortan como si fuesen medidos a compás.
Este camposanto tiene encanto desolado, de lo que fue y no es, y ya no enterraban cuando fusilaron a más de cien «rebeldes», y allí, en concesión generosa, les dieron sepultura. Una cuadrilla de hombres, hijos y nietos, buscan sus huesos para darles los honores y protocolos que la muerte exige. A pocos metros hay tierra removida, el año de antes, por otros buscadores de huesos de los suyos que tuvieron muerte semejante. Los buscadores de huesos han prendido una hoguera con palitroques y haciéndole corro calientan sus manos. Han traído costillas de cordero que asan en una parrilla o trébede de las que darán cuenta con vino tinto y pan sobado cuando el desenterramiento acabe. Allí, de orientador o guía, preside la comitiva silenciosa, expectante, a la espera de que aparezca algún rastro que certifique que el hombre no miente. Es un hombre entrado en años, barba cerrada, palabras pocas, casi tartamudo y una salivilla babosa mojaba sus labios cuando hablaba. Costó traerlo desde su refugio de silencio y miedo, inoculado con eficacia durante cuarenta años, y forzó la advertencia de su mujer que, con las cartas en el juego de la brisca en la mano, le aconsejó: «no te vayas de la boca, aquello ya pasó, ojo», pero al fin se prestó a venir, vestido como los de su clase, pantalón azul Bombay, elástico de color azulete, muy andado, y su decir es torpe con la incertidumbre de un niño de escuela.
Contó cómo aquel día, siendo criado de labranza, cuidaba los bueyes de la casa Gazteluenea, su amo. También fueron testigos un gitano que tenía en el pasto una yegua con su cría, y los chicos de la escuela que asomados a una tapia, contemplaron lo macabro, y esperaban a que los gatilleros se fuesen con los cadáveres para recoger los casquillos de bala y jugar con ellos, al punto. Al oír los disparos el testigo dijo que se acercó con cautela a ver aquello, pero le descubrieron y: «ahora vas a cavar las fosas y si no vas con ellos». Vio a tres hombres atados, codo con codo, con cuerda sisal, y otros tres armados con pistolas en el pescante de la camioneta que los trajo. Uno de ellos era alto, de pelo amarillo, vestía como los oficiales, con zapatos y chaqueta. Uno de los atados pidió al del pelo amarillo que le dejase escribir una carta a casa, «ya no hay tiempo», replicó, y el que pidió favor al de la pistola dijo: «entonces acaba pronto, no me hagas sufrir». A otro de los destinados a morir le pidieron que se volviese, y éste respondió «no me vuelvo pues no tengo miedo».
Por hacer la fosa y enterrarlos le dieron, los de las pistolas, una pluma estilográfica a un viejo que le ayudó a cavar las fosas y le dieron los zapatos en buen uso de un fusilado y una bufanda que llevaría puesta mucho tiempo. Les quitó los cinturones a los muertos con los que hizo collerones para los machos del rebaño. En la puerta del camposanto estaba el cura del pueblo, gordo y al parecer reumático pues estaba sentado en un sillón de mimbre, vestido como para decir misa. Confesaba a quien estaba dispuesto, y en una mesilla había un cristo grande, para que le rezasen antes de morir. Quien se confesaba, quizá con la esperanza de que al confesarse no iba a morir recibía la gracia de ser enterrado dentro del tapial del cementerio, quienes no, al pie de las tapias. El último en caer fue Corinto que presenció la ceremonia macabra y a la que insistía el del pelo amarillo en hacerle firmar un papel que Corinto decía no. Cuando ya fue inútil la insistencia, el cura le rogó que se confesase, pero Corinto le replicó: «a quienes tiene que confesar es a los que han matado a mis compañeros». Al fin aparecen los huesos, un esqueleto con las manos trabadas por unas manillas oxidadas. La cuadrilla que buscaba a los suyos fuera del camposanto no tuvo suerte, no encontraban y lloraban de rabia.
Corto y, de todo cuanto he escrito hasta aquí, solamente doy fe de escribano.