Félix Placer Ugarte Profesor de la Facultad de Teología de Gasteiz
La alargada sombra de la «cruzada»
No hay peor recuerdo que dejar en la penumbra del olvido las plurales dimensiones de la historia de los conflictos. Sólo la honestidad con la realidad, la búsqueda de la verdad y la denuncia de las injusticias allí donde se han dado, con toda su extensión y amplitud, hacen auténtica una memoria y creíble el reconocimiento.
Cuando se va a celebrar con inusitada solemnidad vaticana la beatificación de los llamados «498 mártires del siglo XX en España» (51 son oriundos del País Vasco), se levanta la sombría sospecha de parcialidad a favor del bando de los vencedores en aquella guerra civil contra el régimen republicano democráticamente establecido. La Conferencia Episcopal española se ha apresurado a desentenderse de tal acusación alegando que los beatificandos murieron únicamente por «ser testigos heroicos del Evangelio». Su portavoz, Martínez Camino, afirmaba en rueda de prensa que este acto «no va ni está orquestado contra nadie»; se trata sólo de «una fiesta de la fe y de un acto de justicia», en definitiva, «una fiesta cristiana de reconciliación», separando toda connotación política de la ceremonia.
Sin pretender negar su dignidad personal y motivación creyente, así como la injusticia de sus asesinatos en el furor de aquella contienda, cabe preguntarse, en primer lugar, cuáles fueron los motivos que suscitaron la ira de muchos republicanos y les impulsaron a aquellas crueles acciones. Los obispos en su «Mensaje» insisten en que «los mártires están por encima de las trágicas circunstancias que los han llevado a la muerte». Sin embargo, las posiciones públicas de la jerarquía contra la República y a favor de los insurgentes mostraron una Iglesia partidista, aliada con quienes se sublevaron contra un régimen legítimo. Bendijeron la llamada «cruzada» con clamorosas arengas como «guerra santa y bendita» (arzobispo de Burgos) deseando el triunfo de «nuestras armas», viendo «brotar en la punta de las bayonetas de nuestros soldados el ramo de olivo» y calificando la guerra de éstos como «la más alta cruzada que han visto los siglos; cruzada en que es palpable la asistencia divina a nuestro lado» (monseñor Olaechea, obispo de Iruñea). Su adhesión contribuyó al denominado nacionalcatolicismo que unía escandalosamente dictadura franquista y religión católica: «Diciendo España, digo la Iglesia. Amad a España y amaréis a Dios», afirmaba más tarde monseñor Lauzurica, obispo de Gasteiz.
En ese contexto, lo que generó aquella intensa y extensa venganza, donde se produjeron las muertes de los proclamados mártires, no era precisamente el odio contra la fe sino contra una Iglesia y una religión que amparaban y alentaban una rebelión injusta. ¿Por qué ahora no se reconoce, como lo hizo Mons. Múgica, obispo de Gasteiz, desde su destierro, en su «Carta abierta al presbítero Dn. José Miguel de Barandiarán. Imperativos de mi conciencia», la dignidad, fidelidad y testimonio de sacerdotes vascos y también de muchos otras personas, laicas y religiosas, que quisieron ser fieles a su pueblo, a sus gentes, y fueron asesinadas y tiradas en fosas comunes y cunetas en tantos pueblos del Estado español, fusiladas por los «nacionales»? Y ¿cómo olvidar el prolongado y silencioso «martirio» encubierto en los años de la posguerra de tantos miembros de nuestro pueblo y de otros pueblos del Estado, sometidos a humillantes represiones, como se denunció en la «Memoria dirigida a Pío XII por parte de varios miembros del clero vasco»? ¿Por qué, al reconocer el valor religioso de unos, no se pide perdón por la colaboración jerárquica con el régimen dictatorial y su represión contra gentes humildes, republicanas, vascas, a quienes se condenó a muerte o encarceló o se castigó por hablar su lengua? Argumentan que en estos casos había razones políticas y la Iglesia no mezcla fe y política. Tal falso argumento queda desmentido por la historia. Y, ahora, al alentar esta llamativa exaltación eclesiástica ¿no se está añorando el poder perdido en un estado laico? ¿Acaso además no caen ahora los obispos en la misma tentación selectiva de la que acusan a la Ley de Memoria Histórica, también incompleta por su parte?
Aunque no sea aceptable para muchos que exaltan a los 498 mártires, me permito citar a Jon Sobrino, quien ante los olvidados mártires latinoamericanos afirma que «una Iglesia que no está volcada a la defensa de los pueblos, que no lucha ni entra en conflicto por ello, se convierte en secta cerrada, o en institución masiva, sí, pero desentendida de la realidad, nuevo intento de cristiandad sociocultural». Y el obispo Casaldáliga califica esa conducta como «cobardía olvidadiza». En nuestro caso, cuando la sombra de la cruzada llega todavía a muchas personas y a la misma institución eclesiástica, la única forma de hacerla desaparecer es con la luz de la verdad y el resplandor de la justicia para todas y todos. Cuando así no se hace, surge la sombría sospecha de que la jerarquía ha perdido o no quiere asumir la conciencia de aquel pecado histórico. Solamente por este camino puede llegar lo que es más importante en el anuncio del evangelio y que no consiste en el solemne reconocimiento de unos, excluyendo a los vencidos, sino en la reconciliación de todos para caminar hacia la paz. Desde una perspectiva directamente evangélica, el mismo Dios que ciertamente acoge y reconoce a quienes desde su testimonio de voluntad sincera y fe consecuente fueron asesinados, también abraza a mujeres y hombres, laicos y sacerdotes, que dieron su vida por la justicia, por la defensa de los humildes, a quienes no dudaron en identificarse con ternura y fidelidad con los más débiles y pobres, con su pueblo y con su sufrimiento.