GARA > Idatzia > Gaurkoa

Jorge Majfud escritor uruguayo

El optimismo crónico norteamericano

Los norteamericanos afrontan el futuro siguiendo la máxima «la mejor defensa es un buen ataque» y guiados por un optimismo crónico que no tiene por qué casar con la realidad. El escritor uruguayo Jorge Majfud analiza los patrones del «comportamiento yanqui», que hasta cierto punto son consecuencia de esa concepción cultural.

El 28 de octubre de 1963, Ernesto Che Guevara le contestaba a Pablo Díaz González, quien había escrito un artículo apologético sobre el propio Guevara: «Debo agradecerte lo bien que me tratas; demasiado bien creo. Me parece, además, que tú también te tratas bastante bien». La sorna rioplatense y, a la vez, la frontalidad -chocante y poco diplomática, según recordó Jorge Edwards en una reunión de embajadores en La Habana- no se detiene ahí: «La primera cosa que debe hacer un revolucionario que escribe historia es ceñirse a la verdad como un dedo en un guante. Tú lo hiciste, pero el guante era de boxeo y así no se vale. Mi consejo: relee el artículo, quítale todo lo que tú sepas que no es verdad y ten cuidado con todo lo que no te conste que sea verdad». Significativamente, el 26 de febrero de 1964, en el Año de la Economía, en otra carta a José Madero Mestre el mismo Guevara responde: «Sólo una afirmación para que piense: Anteponer la ineficiencia capitalista con la eficiencia socialista en el manejo de la fábrica es confundir deseo con realidad. Es en la distribución donde el socialismo alcanza ventajas indudables». Más adelante: «Desgraciadamente, a los ojos de la mayoría de nuestro pueblo, y a los míos propios, llega más la apologética de un sistema que el análisis científico de él. Esto no nos ayuda en el trabajo de esclarecimiento y todo nuestro esfuerzo está destinado a invitar a pensar...». La idea de Guevara sobre el «hombre nuevo» iba más allá de la simple buena distribución, simplificada en una carta informal, pero ese no es el punto que voy a abordar ahora.

El ejemplo sirve para introducir la actitud con que se aborda la actual tesis del descalabro de Estados Unidos en la literatura ensayística y periodística más reciente. Claro que en este caso parece estar apoyado por aquello que el mismo Guevara reclamaba: un análisis científico, objetivo, de los economistas, además de «confundir deseo con realidad». Pero como vimos en otra oportunidad, si por algo se caracteriza la ciencia es por sus errores, aunque, a diferencia de los errores teológicos, políticos, metafísicos y religiosos, la ciencia suele tener la honestidad de reconocerlos. A los otros les basta con no reconocer un error para que no exista.

Podemos aceptar como hecho histórico que la economía norteamericana -como la de muchos otros países- tiene un comportamiento cíclico, como las manchas del Sol. Es probable, según todos los cálculos, que más que cíclico se trate de una progresivo enlentecimiento de la Gran Maquinaria. No obstante, en cada análisis se dejan afuera algunos factores que pueden ser decisivos para cualquier pronóstico. Uno de ellos es el factor psicológico y cultural.

El mayor capital que ha tenido siempre Estados Unidos es su optimismo crónico. Yo los he visto hundirse en el más profundo pantano y estirar la mano con entusiasmo por la existencia de una pequeña rama. La queja, una de nuestras características latinoamericanas, es rara entre esta gente. Su optimismo llega a los límites de un fructífero autoengaño: cuando se hacen ricos después de apostar el alma en un arriesgado negocio, se lo atribuyen a Dios. Pero cuando quiebran o su casa se incendia por un rayo, no culpan al Cielo de la tragedia sino a la naturaleza o a un error de cálculo. Y si se sienten obligados a atribuirle a Dios sus males -al fin y al cabo nada ocurre sin Su consentimiento-, lo justifican con el libro de Job: sólo se trata de una prueba del Señor a la inquebrantable fe de sus preferidos. Más allá de la verdad o falsedad teológica de este razonamiento, de lo que no quedan dudas es de su invalorable función político-económica e, incluso, existencial.

No hace mucho una muchacha me mostraba las fotos de su casa arrasada por el incendio provocado por un rayo. Mientras describía el pasado irreconocible de cada escombro, iba señalando lo poco que se había salvado del fuego como si se tratase de una ganancia. Para completar, me comentó todo lo que había aprendido de Benjamín Franklin, a raíz del desastre. En otra oportunidad, vi cómo un hombre subía a la montaña de escombros en la que había quedado convertida su casa después de un huracán. Después de hurgar un rato, rescató una camisa y un par de objetos más y los levantó como si fuese un trofeo, para que lo vieran los demás con una sonrisa que despistaría a cualquier extranjero.

El optimismo americano es uno de los factores principales de su economía y de su historia. Aunque la cultura de la cuantificación lo simplifique bajo la etiqueta de «consumer confidence», no se trata de un optimismo circunstancial, dictado por la realidad, sino un optimismo crónico, a veces ciego, consolidado por una cultura. Si bien el optimismo ciego puede perder a mucha gente, a un norteamericano lo salva, si no para Dios o para la justicia, al menos para la economía. Entre los escombros siempre ven una oportunidad de levantar algo mejor, aunque la lógica indique lo contrario. Este es un país acostumbrado a las catástrofes y, además, construido en la idea de una amenaza permanente. De ahí esa tendencia periódica a tolerar la sustitución de la defensa por un ataque.

Por otro lado, no se trata de un país habitado por un único yankee con una ideología única. Hay profundas divisiones sobre lo que debe ser el futuro. Aunque los conservadores más radicales quieran hacer creer que el Mal siempre viene de afuera -con esa tendencia feudalista a las murallas, físicas y mentales-, para muchos liberales y otros opositores el mayor problema radica en su interior, en las poderosas elites que desde la oscuridad dirigen la fuerza bruta. Ante este diagnóstico, a veces tenebroso, persisten en un optimismo crónico de que pronto estos males serán superados.

No sin paradoja, los conservadores más radicales han operado un cambio en la tradición liberal de este país. En la narración de la historia reciente, se acepta que a mediados de los 90 se produjo una «revolución conservadora». En mi opinión, ésta se inició a principio de los 80, como reacción al temblor cultural de los 60. De igual forma, es posible que Estados Unidos se encuentre hoy al borde de una revolución silenciosa que se profundice en la próxima década. Es probable que ese terremoto sea más radical de lo que podemos imaginar en este momento. Porque tampoco se debe subestimar la capacidad de una rebelión cultural en un país que nació de una revolución histórica y tiene por derecho constitucional la desobediencia civil. Ni se debe subestimar el optimismo de la izquierda norteamericana, uno de los más resistentes a los cataclismos de los últimos treinta años.

En los años 60 los intelectuales latinoamericanos insistieron sobre el valor del optimismo como un factor revolucionario, como el motor creador de la nueva realidad. Este estímulo de carácter moral -que no tenía nada de materialismo dialéctico- fue responsable del último gran temblor de la historia del continente. Fue derrotado por la maquinaria reaccionaria de los ejércitos tradicionales, por insuficiencia propia o por el exceso del optimismo capitalista.

Quizás el pragmatismo norteamericano consista en no ver la realidad. Su optimismo crónico confunde deseo con realidad. Cuando la realidad no se ajusta al deseo, peor para ella.

© Alai-amlatina

Imprimatu 
Gehitu artikuloa: Delicious Zabaldu
Igo